La casada infiel

A Lydia Cabrera
y a su negrita

Y que yo me la llevé al río

creyendo que era mozuela,

pero tenía marido.

Fue la noche de Santiago

y casi por compromiso.

Se apagaron los faroles

y se encendieron los grillos.

En las últimas esquinas

toqué sus pechos dormidos,

y se me abrieron de pronto

como ramos de jacintos.

El almidón de su enagua

me sonaba en el oído,

como una pieza de seda

rasgada por diez cuchillos.

Sin luz de plata en sus copas

los árboles han crecido,

y un horizonte de perros

ladra muy lejos del río.

Pasadas las zarzamoras,

los juncos y los espinos,

bajo su mata de pelo

hice un hoyo sobre el limo.

Yo me quité la corbata.

Ella se quitó el vestido.

Yo el cinturón con revólver.

Ella sus cuatro corpiños.

Ni nardos ni caracolas

tienen el cutis tan fino,

ni los cristales con luna

relumbran con ese brillo.

Sus muslos se me escapaban

como peces sorprendidos,

la mitad llenos de lumbre

la mitad llenos de frío.

Aquella noche corrí

el mejor de los caminos,

montado en potra de nácar

sin bridas y sin estribos.

No quiero decir, por hombre,

las cosas que ella me dijo.

La luz del entendimiento

me hace ser muy comedido.

Sucia de besos y arena,

yo me la llevé del río.

Con el aire se batían

las espadas de los lirios.

Me porté como quien soy.

Como un gitano legítimo.

La regalé un costurero

grande de raso pajizo,

y no quise enamorarme

porque teniendo marido

me dijo que era mozuela

cuando la llevaba al río.

Romancero gitano Resumen y Análisis "La casada infiel"

Resumen

En "La casada infiel", el yo lírico narra en primera persona su encuentro sexual con una mujer que se presenta como "mozuela", es decir, como joven soltera, pero en realidad tiene marido. El encuentro se da la noche de Santiago, cuando se celebra una fiesta en el barrio gitano de Sevilla. Los amantes se retiran hacia el río, donde ya no brilla la luz de los faroles y se escucha, en cambio, el sonido de los grillos. El lugar es oscuro y apartado; solo a lo lejos suena el ladrido de unos perros. Los amantes se desnudan y él contempla la belleza del cuerpo de la mujer: tiene el cutis fino y brillante, es más hermosa que las flores. Después de haber tenido sexo, vuelven del río al barrio y ella está como "Sucia de besos y arena" (240). En la última estrofa, el yo lírico dice que se ha comportado como un verdadero gitano: le ha regalado un costurero, pero no se enamora de ella porque tiene marido.

Análisis

Este poema tiene una dedicatoria particular: "a Lydia Cabrera y a su negrita". Se trata de una folclorista cubana que el poeta conoce en España antes de publicar el Romancero gitano. en 1928.

En este romance podemos apreciar el erotismo desplegado por Lorca en su máximo esplendor, ya que se trata de un encuentro sexual muy explícito entre una mujer y un hombre. El poeta aprovecha el paralelismo para presentar la escena en que los amantes se desnudan: "Yo me quité la corbata. / Ella se quitó el vestido. / Yo el cinturón con revólver. / Ella sus cuatro corpiños" (240). Además, la contemplación del cuerpo de la amada también está cargada de sensualidad:  / Sus muslos se me escapaban / como peces sorprendidos" (240). Finalmente, el acto sexual es presentado metafóricamente como si el hombre montara a caballo, referencia muy utilizada en la poesía en general: "Aquella noche corrí / el mejor de los caminos, / montado en potra de nácar / sin bridas ni estribos" (240).

Este erotismo es particular porque aquí la sexualidad no se relaciona de manera directa con la violencia: ambos amantes desean el encuentro sexual. De todos modos, es cierto que el yo lírico masculino se lamenta y cuenta la anécdota apenado porque la mujer lo ha engañado: él la lleva al río creyendo que es soltera, pero en realidad ella tiene marido. Por eso, el poema empieza y, sobre todo, termina con un tono melancólico, triste, apesadumbrado: "y no quise enamorarme / porque teniendo marido / me dijo que era mozuela / cuando la llevaba al río" (241). Así, si bien este es uno de los pocos poemas que no tienen eje en la muerte, el gran tema de la pena lorquiana como sentimiento típico gitano-andaluz es absolutamente central.

Por otra parte, el yo lírico se defiende como un "buen" gitano, un "buen" hombre y un "caballero", ya que al enterarse de que ella no es mozuela (es decir, que es casada), decide no enamorarse: "Me porté como quien soy. / Como un gitano legítimo" "No quiero decir, por hombre, / las cosas que ella me dijo" (240), con lo cual parece afirmarse nuevamente como "caballero", en el sentido de que respeta la intimidad de su amante, 

El poema no menciona el lugar dónde se escenifica esta anécdota, pero algunos especialistas señalan que puede tratarse del barrio gitano de Sevilla, ya que "Fue la noche de Santiago". Coinciden, en esa línea de interpretación, la presencia del río Guadalquivir (que también es mencionado en otros poemas del Romancero), la festividad aludida, y algunos elementos del paisaje.



Jorge Luis Borges (Buenos Aires, Argentina, 24 de agosto de 1899-Ginebra, Suiza, 14 de junio de 1986) fue un escritor, poeta, ensayista y traductor argentino, figura clave tanto para la literatura en español como para la literatura universal. ​ Sus dos libros más conocidos, Ficciones y El Aleph, publicados en la década de 1940, son recopilaciones de cuentos conectados por temas comunes como los sueños, los laberintos, las bibliotecas, los espejos y las mitologías europeas. Su obra ha contribuido ampliamente a la literatura filosófica, al género fantástico e influyó profundamente en el realismo mágico de la literatura latinoamericana durante el siglo XX.​

Durante los años sesenta, su trabajo fue traducido y publicado en los Estados Unidos y en Europa. 

Galardonado con numerosas distinciones, ​ fue también polémico por sus posturas políticas conservadoras; la importancia de éstas continúa siendo causa de debate, particularmente por la posibilidad de que estas le hayan impedido obtener el Premio Nobel de Literatura, al que fue candidato durante casi treinta años.

Nacido en Palermo (por entonces un suburbio de Buenos Aires), Borges viajó con su familia a Suiza por 4 años. La familia viajaría extensamente por Europa, incluyendo España. Regresó a Argentina en 1921, y comenzó a publicar sus poemas y ensayos.

Borges consideraba que había heredado dos tradiciones de sus antepasados: una militar y otra literaria. Su árbol genealógico lo entronca con ilustres familias argentinas de estirpe criolla y anglosajona, así como también española 

Su padre, Jorge Guillermo Borges, fue un abogado argentino, nacido en Entre Ríos, que se dedicó a impartir clases de psicología. Era un ávido lector y tenía aspiraciones literarias que concretó en una novela, El caudillo, y algunos poemas.

Su madre, Leonor Acevedo Suárez, era porteña. Aprendió inglés de su marido y tradujo varias obras al español. En su casa se hablaba tanto castellano como inglés, ​por influencia de su abuela materna, Frances Haslam, oriunda de Staffordshire. ​

Su relación con la literatura comenzó a muy temprana edad: a los cuatro años ya sabía leer y escribir. Diría, ya con 71 años, que «si tuviera que señalar el hecho capital de mi vida, diría la biblioteca de mi padre.

En 1905 comenzó a tomar sus primeras lecciones con una institutriz británica.

Borges ingresó al colegio directamente en el cuarto grado. ​ El inicio de su educación formal a los 9 años y en una escuela pública fue una experiencia traumática para Borges, los compañeros se mofaban de aquel sabelotodo que llevaba anteojos, vestía como un niño rico, no se interesaba por los deportes y hablaba tartamudeando. 

En 1914 el padre de Borges se vio obligado a dejar su profesión, jubilándose de profesor debido a la misma ceguera progresiva y hereditaria que décadas más tarde afectaría también a su hijo.

Junto con la familia, se dirigió a Europa para someterse a un tratamiento oftalmológico especial. Para refugiarse de la Primera Guerra Mundial, la familia se instaló en Ginebra (Suiza), donde el joven Borges y su hermana Norah estudiaron francés y cursaron el bachillerato en el Liceo "Jean Calvin". ​ El ambiente en aquel establecimiento de inspiración protestante era completamente distinto al de su anterior escuela de Palermo; sus compañeros, muchos de ellos extranjeros como él, apreciaban ahora sus conocimientos e inteligencia y no se burlaban de su tartamudez.

En 1919 la familia Borges se mudó a España. Inicialmente se instalaron en Barcelona y después en Mallorca. En esta última ciudad Borges escribió dos libros que no publicó: Los ritmos rojos, poemas de elogio a la Revolución rusa, y Los naipes del tahúr, un libro de cuentos.

El 4 de marzo de 1921, con sus padres y su hermana, Borges embarcó en el puerto de Barcelona que los devolvería a Buenos Aires.

​En 1923, en vísperas de un segundo viaje a Europa, Borges publicó su primer libro de poesía, Fervor de Buenos Aires, en el que se prefigura, toda su obra posterior. Para la tapa su hermana Norah realizó un grabado. Se editaron unos trescientos ejemplares; los pocos que se conservan son considerados tesoros por los bibliófilos y en algunos se aprecian correcciones manuscritas realizadas por el mismo Borges.

Escribió cuentos y poemas sobre el suburbio porteño, sobre el tango y sobre fatales peleas de cuchillo, como Hombre de la esquina rosada y El puñal. Pronto se cansó de este tipo de literatura y empezó a especular por escrito sobre la narrativa fantástica o mágica, hasta el punto de producir durante dos décadas —desde 1930 a 1950— algunas de las más extraordinarias ficciones del siglo XX: Historia universal de la infamia, Ficciones, El Aleph, entre otros.

Los años finales de la década del 30 fueron funestos para Borges: primero vino la muerte de la abuela Fanny; después, la del padre.

Con la ayuda del poeta Francisco Luis Bernárdez, consiguió en 1938 un empleo en la biblioteca municipal Miguel Cané del barrio porteño de Boedo donde pudo seguir haciendo lo que solía, pasarse los días entre libros, leyendo y escribiendo. Después, el mismo Borges sufrió un grave accidente, al golpearse la cabeza con una ventana, lo que lo llevó al borde de la muerte.

En 1940 publicó Antología de literatura fantástica, en colaboración con Bioy Casares y Silvina Ocampo, en 1943 presentó, junto con Bioy Casares, la antología Los mejores cuentos policiales.

En 1946 Juan Domingo Perón fue elegido presidente, Borges se manifestaba abiertamente en contra del nuevo gobierno. Su fama de antiperonista lo acompañó toda su vida.

Borges se sintió obligado a renunciar a su empleo como bibliotecario cuando fue "castigado" al ser designado «Inspector de mercados de aves de corral» por el gobierno. Su madre y su hermana, también antiperonistas, fueron detenidas por la policía.

Borges tuvo que convertirse por necesidad en conferencista itinerante por diversas provincias argentinas y uruguayas. Para ello, debió superar su tartamudez y su timidez con ayuda médica. La necesidad también lo llevó a iniciarse en la tarea docente como profesor de literatura inglesa en la Universidad Católica.

Tras un golpe militar que derrocó al gobierno peronista, Borges fue designado en 1955 director de la Biblioteca Nacional, cargo que ocuparía por espacio de 18 años. 

Tras varios accidentes y algunas operaciones, Borges se fue quedando ciego como consecuencia de la enfermedad congénita que había ya afectado a su padre; como fuere, esto no le impidió seguir con su carrera de escritor, ensayista y conferencista, así como tampoco significó para él el abandono de la lectura —hacía que le leyesen en voz alta— ni del aprendizaje de nuevas lenguas.

​El 21 de septiembre de 1967 Borges, de 68 años, se casó por iglesia con Elsa Astete Millán, viuda de 57 años. Durante los primeros tiempos, la pareja vivió en la casa de él, compartiendo sus días con su madre Leonor Acevedo. Unos meses después del casamiento, la pareja se mudó a un departamento, donde hicieron por primera vez la experiencia de vivir juntos y solos, y allí la rivalidad entre su esposa y su madre cobró mayor virulencia. El matrimonio duró hasta octubre de 1970.

Entre 1967 y 1968 el escritor dictó en la Universidad de Harvard seis conferencias sobre poesía.

En 1975 falleció su madre, a los noventa y nueve años. A partir de ese momento Borges realizaría sus viajes junto a una exalumna, luego secretaria y su segunda esposa, María Kodama. Poco antes de su fallecimiento, Jorge Luis Borges le dictó a esta un relato titulado "Silvano Acosta". En 1986, al conocerse enfermo de cáncer y temiendo que su agonía fuese un espectáculo nacional, ​ fijó su residencia en Ginebra.

Falleció el 14 de junio de 1986 a los 86 años víctima de un cáncer hepático. Según cuenta Adolfo Bioy Casares, «murió diciendo el Padrenuestro. Lo dijo en anglosajón, inglés antiguo, inglés, francés y español».

Obedeciendo su última voluntad, sus restos yacen en el Cementerio de los Reyes (o de Plainpalais), en Ginebra (Suiza). 

En febrero de 2009,​ se presentó un proyecto para trasladar sus restos al cementerio porteño de la Recoleta. Se generó una importante polémica, su viuda María Kodama se opuso rotundamente y finalmente el proyecto quedó desechado. 

A la edad de 55 años quedó casi completamente ciego; numerosos investigadores han sugerido que su ceguera progresiva lo motivó a crear símbolos literarios innovadores a través de la imaginación, así como a preferir la poesía y los cuentos breves a las novelas.  

La casa de Asterión

Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión,

APOLODORO, Biblioteca, III,1.

Se que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)[1] están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.)

Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaban; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy el único. No me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros hombres; como filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tiene cabida en mí espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a lee. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va ha embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar por el suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos prefiero el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás como el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado estos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosa hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otros caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

  • ¿Lo creerás, Ariadna?- dijo Teseo- El minotauro apenas se defendió.

A Marta Mosquera Eastman

Jorge L. Borges.

Extraído de: El Aleph.

[1] El original dice catorce, pero sobran motivos para inferir que, en boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale por infinitos.


El rayo de luna

(autor Gustavo Adolfo Bécquer 1836-1873, España)

Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.

Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato.

Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.

Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.

-¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? -preguntaba algunas veces su madre.

-No sabemos -respondían sus servidores:- acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.

En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes.

Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta...

###################################Quedamos acá 10/10


Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre

Creía que en el fondo de las ondas del río, vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo.

-----------------------------

¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al andar como un junco.

Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas que temblaban a lo lejos. 

Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se empieza.

Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río.

En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de los anchos torreones de sus muros, aún se veían, como en parte se ven hoy...

En los huertos y en los jardines, y en los senderos, la vegetación, abandonada a sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. 

Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente.

Manrique, preso de su imaginación, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.

La media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.

En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje...

-¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!..., ¡a estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco -exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.

Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad o una forma blanca que se movía.

-¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! -dijo, y se precipitó en su busca, .. ¡Nadie!

-¡Ah!, por aquí, por aquí va -exclamó entonces-. Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos; -y corría y corría como un loco de aquí para allá, y no la veía. -Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró otra vez;- creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando que las ramas, por entre las cuales había desaparecido, se movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus propios pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba a intervalos era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!

Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada.

Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas.

Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia.

La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.

En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. 

Pensaba llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor a la entrada de la ciudad de Soria.

Fija en su mente la mujer que vio, entró en la población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles.

Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, el lejano ladrido de un perro; o el relincho de un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le sujetaba en las caballerizas.

Manrique, presto con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona, anduvo algunas horas, corriendo al azar de un sitio a otro.

Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y suave...

-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en voz baja sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica;- aquí vive.  ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estar a estas horas?... No hay más; ésta es su casa.

En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista un momento.

Cuando llegó el día, las macizas puertas de la entrada al caserón, y sobre la cual se veían esculpidos los blasones de su dueño, se abrieron con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero apareció con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y bostezando.

Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante.

-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal -ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:

-En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.

-Pero ¿y su hija? -interrumpió el joven impaciente;- ¿y su hija, o su hermana; o su esposa, o lo que sea?

-No tiene ninguna mujer consigo.

-¡No tiene ninguna!... Pues ¿quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?

-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.

Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras.

-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré decir... pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír, yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.

¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí... no hay duda; y sus cabellos negros, muy negros y largos para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros... no me engaño, no; eran negros.

... ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas.  ¡Su voz!... su voz la he oído... su voz es suave como el rumor del viento en las hojas, y su andar acompasado y majestuoso...

Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? 

Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que le he visto... ¿Quién sabe, será caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, que se complace en vagar por entre las ruinas, en el silencio de la noche?

Dos meses habían transcurrido desde que el escudero lo desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando después de atravesar absorto en estas ideas el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió otra vez entre las intrincadas sendas de sus jardines.

La noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.

Manrique llegó al oscuro monasterio, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había entrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.

Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.

Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros,  y prorrumpe al fin en una carcajada, una carcajada sonora, estridente, horrible.

Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante.

Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.

Habían pasado algunos años. Manrique, sentado junto a la alta chimenea de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención a las caricias de su madre, y  a los consuelos de sus servidores.

-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla;- ¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que amándote pueda hacerte feliz?

-¡El amor!... El amor es un rayo de luna -murmuraba el joven.

-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus escuderos;- os vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra: en la guerra se encuentra la gloria.

-¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.

-¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto Arnaldo, el trovador provenzal?

-¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose colérico en su sitial-; no quiero nada.... quiero que me dejéis solo... Cantigas... mujeres... glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un rayo de luna.

Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio.






El pecado de Alejandra Leonard- autor José Pedro Bellán

Aquella mañana, la pequeña Alejandra, de nueve años de edad, encontró en el corral una paloma muerta. Su primer impulso fue echar a correr para dar el aviso. En cuatro saltos, pasó por los patios y entró en el escritorio de su padre, el profesor Leonard, buen historiador, que en ese instante se hallaba atareadísimo, abstraído, subyugado por el vaho sedante de los textos antiguos.

—Papá, papá... una paloma se murió.

El profesor Leonard dijo sin ninguna intención: —¡Bah!... todos tenemos que morirnos.

Un momento después, el llanto de la pequeña. El profesor Leonard creyó soñar. Dejó el libro, quitóse las gafas y descubrió a su hija, acurrucada entre la puerta y la biblioteca. Alarmado corrió hacia ella. —¿Por qué lloras? ¿Te lastimaste? ¿Qué tienes, di?... — La tenía ahora en sus brazos y le besaba los ojos, secándole las lágrimas, haciéndole mil preguntas. Pero la pequeña gemía, balbuceando el sollozo en una palabra trunca, sofocada, mirando a su padre insistentemente. Entonces, él recordó lo de la paloma. —¿Es por la paloma que lloras?... ¡Pero si tienes muchas otras, tú! El palomar está lleno y son todas tuyas. ¡No llores así!... Si quieres te compraré una igual a esa. ¿Cómo era, a ver; dime cómo era? 

Fue necesario esperar.

Después la pequeña preguntó a su vez:

—¿Tú también te morirás?...

El silencio se produjo de nuevo. Inmóviles los párpados, padre e hija se observaron durante unos segundos. Luego, sorprendido aún, le interrogó:

—¿Qué dijiste?... —

Alejandra repitió la pregunta con la firmeza de quién está resuelto a saber la verdad. El profesor concluyó por confundirse. No podía explicarse el sentido de aquella pregunta, hecha por una criatura. Entonces subió a su conciencia el recuerdo de lo que dijera un poco antes a Alejandra: "todos tenemos que morirnos". Entonces sonrió y dio a su hija un beso ruidoso. Alejandra insistía:

—¿Tú también te morirás?...

—No, nenita, yo no me muero, yo no me moriré nunca. Hablaba de las palomas. Las palomas, sí, se mueren. Pero tu padre, no. Yo viviré siempre para ti, para acompañarte. ¿Estás contenta?

Ella estaba tranquila ahora. Acurrucada contra el pecho de Leonard se había ido apaciguando y sonreía, dispuesta a la charla. Se inició entre ellos una conversación animada, la conversación inicial de la vida, el hijo frente al padre...

—¿Y tú, por qué siempre estás encerrado en este cuarto?

—Para estudiar, para saber.

—¿Para saber qué?

—Para saber lo que pasó. Las historias.

-¿No te gustan los cuentos?...

—Los cuentos, no. Las historias me gustan.

—¿Cómo? ¿No te gusta el cuento de La Caperucita? —¡Ah!... ¿entonces La Caperucita no es una historia?

—Sí. Es una historia y es un cuento. Porque... este... —

Y aquí el profesor Leonard, investigador, crítico, lingüista famoso, científico por temperamento y por convicción, zozobró entre el cuento y la historia. No era la primera vez que el padre se callaba ante la curiosidad de la hija. Alejandra hacía preguntas terribles y aseveraciones más impresionantes. Leonard, para quien su hija desde la muerte de su mujer lo constituía todo, pasábase los ratos largos escuchándola, dejándose llevar, corriendo tras la imaginación de la niña.

Tarea: Para el día martes 3 de setiembre

Copiar las preguntas y contestar en el cuaderno:

1-¿De qué trata esta parte del texto que te tocó leer?

2-¿Qué características de Alejandra se pueden ver y cuáles se aprecian en su padre, el Sr Leonard?

3-¿Cómo estaba constituida la familia de la niña?

4-¿Qué opinas de la personalidad que demuestra el personaje de la niña Alejandra?

5-Identifica y reconoce dos características de la narrativa del autor(Bellán) en este texto trabajado.


A los trece años. Alejandra egresó de la escuela superior. Era ya una muchachita que prometía ser alta. Tenía la esbeltez de una rama. Grácil, liviana, armónica en el movimiento al andar. Había heredado de su padre el rostro pintado por algunas pecas azafranadas. De pelo claro, ensortijado, poseía una noble cabellera que no invadía la frente. Ojos grandes, más bien oscuros, lo que producía un contraste agradable con el resto de la cara. Resumiendo era hermosa y en su rostro se dibujaba una expresión de altanería y orgullo. 

Por su natural disposición al estudio, por la constante compañía del padre, de quien respiraba su cultura, Alejandra fue en la clase el discípulo animador, el conductor de la chispa que enciende cada lección. Pero fuera del aula, durante los recreos, a la hora de la salida, en ese corto trayecto que los alumnos hacen juntos, Alejandra notaba en sus compañeras una frialdad general. Había advertido que, al acercarse a un grupo, sus condiscípulas, cambiaban el tema de la conversación o se callaban ostensiblemente. No podía comprender el motivo de esa separación que le imponían. Alejandra, que no lograba comprender la verdadera causa que producía esta diferencia natural entre ella y sus compañeras de clase, sufrió sin una queja, alejándose a su vez. En el tiempo destinado a los recreos, se la veía sola, mirando distraídamente o entregada a la lectura. Después concluyó por entreverarse con los alumnos de las primeras clases y a veces jugar con ellos. Solo una vez, hablando con su padre, le dijo como quien cuenta una novedad sin importancia: —Yo no tengo ninguna amiga en la clase.


—¿Y esas dos que vienen con frecuencia? —

Alejandra soltó una carcajada burlona, sarcástica, propia de su edad.

—Esas, no, no son amigas. ¿Sabes por qué vienen? Mira: vienen para que yo les haga el problema y las ayude en las composiciones.

El profesor Leonard quiso reír, pero no pudo. Alejandra acababa de revelarle una vez más su temperamento, difícil de conducir, Y al quedar solo, en lugar de continuar con su trabajo, no logró sustraerse a la preocupación. Leonard lamentaba su soledad. Ahora más que nunca echaba de menos a su compañera, la dulce amiga de su mocedad, muerta cuando su hija acababa de cumplir los tres años; ahora más que nunca le parecía necesario en su casa el espíritu nivelador de la mujer. Empezaba a inquietarle su rol de educador, a temer por la influencia decisiva de su personalidad en la vida de Alejandra. Antes, las ocurrencias de la pequeña le ponían contento. Ahora, cuando su hija le sorprendía con alguna reflexión profunda, se sentía aprensivo, receloso y pensaba inevitablemente en los tiempos que habrían de llegar. Su porvenir empezaba a inquietarle. Por primera vez se preguntó si el intelectualismo que rodeaba a la pequeña sería la ruta deseada para su felicidad.

El profesor tenía en Corrientes una hermana, viuda, con una hija algo mayor que Alejandra, llamada Elsa. En el hogar paterno habían sido buenos compañeros y la separación a que los obligaba la vida no apagó el dulce recuerdo de las horas de hermandad. Se veían cuando podían en las vacaciones, y se escribían a menudo.

En una de sus últimas cartas, cuando Alejandra tenía ya dieciséis años, entre otras cosas, le había escrito a su hermana: "...Nunca hubiese sospechado, querida Clemencia, que, a mis cuarenta y dos años, habrían de poseerme tantas preocupaciones. Alejandra me trae de sobresalto en sobresalto. Tú ya sabes lo que es: un ser muy emotivo, pero con un espíritu crítico que da miedo. Todo lo encuentra mal, torcido, fuera de su sitio. Lee con una frecuencia que la excluye de cualquier otra actividad y estas lecturas dejan en su espíritu un sedimento vivo, creador, que la va formando. Pero no las tengo todas conmigo. Estoy desorientado. Por momentos, más bien que mi hija. Alejandra me parece un ser desconocido que ha entrado en mi escritorio y se sienta junto a mí, para hablarme sobre asuntos serios. "Puedes suponerte que no escapa a mi inquietud su aspecto de mujer. Si fuera varón no me importarían tanto ni su inaptitud para la adaptación, ni su temperamento absorbente, ni su constante visión del ridículo que la hacen proferir bromas contra lo que la mayoría considera serio y respetable.

Noches pasadas fuimos a presenciar el casamiento de uno de mis colegas, el profesor Martínez, catedrático de moral. De regreso, y ya en casa. Alejandra, que durante el trayecto había permanecido muda, se desató de golpe. Riendo estrepitosamente reconstruyó los principales episodios del enlace. En todo halló torpeza, aparatosidad, vacío. Entre otras ocurrencias dijo que la pareja parecía un par de fantoches movidos por hilos invisibles; que la novia, al firmar, miró al bolígrafo como si se encontrara ante un instrumento desconocido; que los regalos, que los invitados que cómo tragaban contentos, ante las compoteras. Me resistí a su crítica, pero los fallos eran tan certeros que hube de reírme a mi vez de la ceremonia.

Es bien mi hija y yo soy bien su padre. Y si toda la vida hubiéramos de vivirla juntos sospecho que sería el hombre más feliz de la tierra. Pero sé que esto no puede durar. Hoy, mañana, quién sabe, se ha de ir. La espera el camino irremediable y único de cada ser. Al pensar en esto me sobreviene un pesimismo que me llena de dudas y me pone triste.

Tu venida, Clemencia, me parece la única solución. Te sé inteligente, fuerte, tesonera y tu influencia aún llegaría a tiempo. Piensa seriamente lo que te propongo, contarás con mi obediente colaboración y con el cariño de Alejandra. Los otros días, por alegrarla le conté la posibilidad de que tú vinieras a la capital para vivir con nosotros. No te haces una idea de la alegría que le di. Me abrumó a preguntas y en menos de un cuarto de hora hizo una multitud de proyectos. Producto de esa conversación es la carta interminable que te escribo, instándote a que vengas..."

Fue necesario esperar. Las cartas empezaron a sucederse con más frecuencia, signo inequívoco de que las dos familias se acercaban. La señora Clemencia Leonard de Araújo, antes de decidirse a abandonar Corrientes, quería vender una propiedad de su pertenencia. Pasaron unos meses. En ese entonces, Alejandra cumplía los diez y siete años.

Una tarde, el profesor Leonard sorprendió a su hija abstraída, frente al espejo de su tocador. Estaba sentada, con todo el cabello suelto, y se observaba, de frente, de perfil, combinando el marco del pelo con distintas expresiones del rostro. Parecía una actriz que estudiase en sí misma los momentos culminantes de una obra. —¿Qué hacías? —le preguntó el profesor. Ella empezó a reir con un mal disimulado rubor. Tenía la cara encendida y trataba de ocultarla con las manos. El profesor se alejó sonriente, sin aguardar la respuesta, pero su hija le llamó. —¡Papá, papá!...

—¿Qué?...

—Ven. Quiero hacerte una pregunta. —Leonard desanduvo unos pasos.

—¿Qué quieres saber?

—¿Yo soy linda?

—¿Qué?...

—Si yo soy linda. Fíjate bien. Mira. — Y con toda la seriedad de que era capaz adoptó una pose fotográfica y lo miró como si su padre fuera otro espejo. Él se quedó sorprendido. Nunca le había hecho una pregunta de esa índole. En vez de responderle, preguntó:

—¿Por dónde te ha dado hoy? Hubo un silencio prolongado. Después Alejandra se le acercó y agitada por una emoción, empalidecida, con la voz seca empezó a decir:

—Papá: quisiera decirte algo que me pasó ayer.

— ¿De qué se trata? Un gesto tranquilizador de Alejandra se expresó primero que la voz. Luego prosiguió:

—No; verás. Ayer fui a Palermo, con Matilde. ¿Recuerdas que te pedí permiso?

—Sí, sí...

—Bueno. Y dando vueltas, paseando por los senderos, nos cruzamos varias veces con dos muchachos elegantes. En una de esas, la casualidad hizo que ellos caminaran durante un trecho tras de nosotras. Cuando nos separaba la distancia de un metro oí que uno empezaba a recitar aquellos versos de Amado Nervo que dicen: "Llena eres de gracia..." Al terminar pasaron adelante. Yo observé por pura curiosidad. Entonces, uno de ellos, el que había recitado, sin duda, me miró saludándome tan cordialmente que por poco le respondo. Después siguieron su camino. Ponte en mi caso. ¿De qué modo hubiera podido impedir que él me recitara los versos? —Hubo una pausa. —¿Hice mal?...

Leonard contemplaba a su hija sorprendido aún; sintiendo renacer en su memoria gratos episodios. Y en vez de ponerse frente a ella como consejero, se sintió hermanado, confundido en la alegría que Alejandra no había podido reprimir en su relato, hecho con torpeza, ruboroso, pausado por la emoción.

—No hay mal en lo que has hecho —dijo al fin, confuso, —Solo que, si estuviera Clemencia, ella sabría mejor que yo lo que tienes que hacer. No se volvieron a ver hasta la hora de la cena. Empezaron a comer en silencio. De repente, nerviosa, preguntó:

—Y, dime, papá... ¿a qué edad te casaste tú?— Leonard, riendo sorprendido, exclamó

—Pero, hija... ¿Qué quieres saber de mi casamiento? —Me casé siendo muy joven. Tenía veinticuatro años.

—¡Veinticuatro años!... —exclamó ella admirada. — No eras muy joven que digamos.

—Para ti, que tienes diecisiete; pero para mí que tengo cuarenta y tres... —Alejandra lo miró reflexiva. Permaneció callada durante unos segundos tratando de penetrar en el pensamiento del profesor. Pero su preocupación anterior volvió de nuevo y obligó a su padre a una larga sobremesa, atosigándolo a preguntas sobre los novios, el amor, el matrimonio, con la misma sana y ardiente curiosidad de otras veces, Dejaron la mesa a las veintidós horas. El profesor se fue a su escritorio y empezó a escribir una carta a su hermana, una carta larga, de letra menuda, que le llevó ocho cuartillas. Al final, después de despedirse, añadía entre signos de admiración: "¡...te aseguro que nunca como ahora llegarás a tiempo!"

Un mes más tarde las dos familias se hallaron reunidas en un hogar común. Leonard había alquilado una casa más amplia, en la calle Paraguay, a la altura de Montevideo.


1111111111111111          1111111111111111111111111111111111111

Elsa, la prima de Alejandra, era una muchacha de dieciocho años, morena, de grandes ojos, juguetona, picaresca, coquetuela, que le gustaba, mientras pensaba en otras cosas, cantar y tocar el piano. En Corrientes había dejado dos novios, al uno indiferente, al otro desconsolado. Durante los primeros tiempos las dos primas se observaron con algún recelo. Para Elsa, Alejandra fue algo así como la revelación de un absurdo. Verla leer con tanta dedicación le produjo asombro. Una tarde no pudo resistir y le preguntó:

—¿Tú estudias alguna carrera. Alejandra?

—No...

—¿Y por qué lees tanto?

—Porque me gusta.

—¿Es interesante esa obra? ¿Cómo se titula?

—Vidas Paralelas.

—¿Vidas Paralelas?... —repitió Elsa desconcertada.

-Sí es un libro que me entusiasma. ¿Por qué no lo lees tú también?

—¿A ver?... Puede ser... —

Tomó el ejemplar, leyó en la carátula, lo hojeó buscando figuras y cuando se enteró de que la obra estaba dividida en varios tomos, la devolvió con un gesto de cansancio:

— No, no... Es muy larga. Las obras largas me aburren.

En el rostro de Alejandra apareció primero la sorpresa, luego la incredulidad. Miró a su prima buscando entenderla. Elsa, ante aquella mirada sintió un repentino malestar y sin saber por qué, sonriendo forzadamente, agregó como quien hace una salvedad:

—Lo dije en broma.

Alejandra tampoco comprendía a Elsa, a esta Buenos Aires la deslumbró. Las avenidas, los grandes almacenes, el ruido, la aparente confusión de la muchedumbre, fueron para su ser, sensaciones invasoras, absorbentes, que bien pronto hundieron en el olvido su vida anterior. Durante los paseos llevaba consigo a Alejandra, quien, a pesar suyo, cediendo a las insistencias del profesor y de su hermana, consentía en acompañarla.

Para Elsa la felicidad consistía en entrar en las tiendas, asistir al desfile de los maniquíes vivientes, pedir precios, inspeccionar las vidrieras, verse rodeada de empleados solícitos, tomar el té en los lugares de moda, Comúnmente se reía. La risa era el motivo dominante de su rostro, una risa parlanchina, contagiosa, que aparentaba ser incontenida como si una comicidad irresistible la tentara.

Ya en los primeros paseos. Alejandra había advertido que su prima producía entre los hombres una atracción singular. Muy pocos pasaban por su lado sin mirarla y algunos se detenían, contemplativos. Y luego el piropo, el llamado, la promesa, desde el requiebro soez, grosero, brutal, hasta la galantería poética que se inclina en un ademán caballeresco.

Una tarde que regresaban algo más temprano que de costumbre, al atravesar la plaza Lavalle, Elsa le dijo a Alejandra. —Fíjate si nos sigue uno de gris—.

Alejandra volvió la cabeza. Tras ellas, a unos treinta metros, venía un hombre vestido de gris que al verse observado sonrió picaresco.

—¿Y tú le conoces, Elsa?

—Yo no. Cuando dejamos el coche, él pasaba y sin duda aguardó nuestra salida en alguna esquina. ¿Es morocho, verdad? —Creo que sí ¡Ay! Elsa... No sabes cómo me he puesto nerviosa.

Y al hablar, pretextando arreglarse el cabello, dirigió una mirada al desconocido.

—¡No lo mires así... —

Alejandra tenía miedo. Iban a salir de la plaza, pero un encuentro inesperado las detuvo. Un joven que marchaba en dirección contraria, levantó de pronto los brazos al cielo y exclamó jubiloso:

—¡Elsa!...

Después de las presentaciones se explicaron. Roberto González había sido su segundo novio, el abandonado en Corrientes, el pobre amador incomprendido a quien Elsa dejara abatido, tétrico, pesimista. En sus ratos de mayor amargura había leído "El Amor, Las Mujeres y la Muerte" de Schopenhauer, lo que dio a su sufrimiento una bandera filosófica. Estaba convencido de que el pensador alemán tenía razón: la mujer era un animal de cabellos largos e inteligencia corta. Pero ahora, al ver a su ex-novia, se olvidó de toda su filosofía, contento de volverla a ver, enamorado como entonces, pareciéndole más hermosa que nunca.


(Quedamos acá el viernes 17 de nov)

Había llegado a Buenos Aires dirigiendo una partida de trigo que debía embarcar para Europa y pensaba radicarse en la capital al frente de un escritorio que abriría en breve. Hizo una pausa y agregó con franqueza, sin cohibirle la presencia de Alejandra:

—Mira: yo quiero que sepas esto: quizá, en el fondo, lo único que me ha movido a dejar mi ciudad, a dedicarme a este género de trabajo, seas tú. Ahora, al verte comprendo que el amor que siento por ti está muy arraigado en mi vida y que, aunque quisiera no podría desprenderme de él. Volvamos a nuestro noviazgo, Elsa. —

Elsa se mostraba sorprendida, azorada.

—Pero tú sabes que mamá no quiere.

—No digas eso. Si te empeñas y tu prima nos ayuda... ¿Verdad, señorita, que usted nos ayudará?

—¡Oh!... ¿Y en qué puedo ayudarles, señor?—

Roberto miró a Alejandra por primera vez. El tono de la voz, la expresión sensata, aquel señor circunspecto que se interponía como un obstáculo, llamaron su atención.

Además —continuó Alejandra—, no creo que tía se oponga. Elsa saltó.

—¿Y cómo dices eso? ¿Y todas las discusiones que he tenido por él?...

—¿Qué discusiones? —Pero tú sueñas —le dijo resueltamente.

Intervino Roberto y al fin, Elsa dio, como quien concede una gracia, permiso para que él les hiciese una visita el próximo jueves. Se despidieron. Las dos primas continuaron andando y durante el trayecto no cambiaron una palabra. Llegaron a la casa y al trasponer la puerta de cancel, Elsa le dijo en un tono agresivo:

—Te ruego que nunca me desmientas ante la gente.

Alejandra replicó severa: —No insistas porque no soporto las pantomimas.

Roberto logró atraer a Elsa y volvió a ser su novio. Su concepto de la mujer sufrió una modificación importante. Ya no era un animal de cabellos largos e inteligencia corta. Admitía que fuese un ser complicado, de laberíntica psicología, indefinible, incomprensible.

En cambio, de Alejandra tenía una impresión distinta. No sabía a quien compararla. Le gustaba charlar con ella, discutir, oír sus disertaciones, verla exaltada por el pensamiento, cuya fuerza daba a su rostro una expresión de nobleza. Trataban los temas más diversos.

Una noche, motivados por unas elecciones que se efectuarían al día siguiente, hablaron de política. Acalorados por la discusión subieron el tono de la voz. Elsa, alarmada, intervino:

—¡No se enojen!...

Roberto se volvió hacia ella.

—¡Pero si no nos enojamos!

—No importa. No se pongan así. Porqué no hablan de otras cosas. Me da miedo.

—Miedo, ¿de qué? — preguntó Alejandra.

—No sé. Me parece que se han vuelto locos.

Los dos soltaron la risa.

—¡Qué encanto! —dijo Roberto mirándola emocionado.

Cuando quedaron solos, Roberto pasó uno de sus brazos por el cuello de su novia y le dio un beso. Los labios de Elsa no se movieron.

—¿Qué tienes? —preguntó.

—Déjame —

contestó incomodada y tratando de separarse. Parece que Alejandra te interesa más de lo conveniente. Te gusta mucho conversar con ella.

—No seas injusta, Elsa. Me place hablar con Alejandra porque es muy inteligente y sabe mucho. Pero esto no tiene nada que ver con el amor que yo sólo siento por ti. Una mirada tuya, una sonrisa, una palabra, la que pronuncias nombrándome, tiene para mi mucho más valor que el pensamiento de Alejandra. Porque yo te amo tal como eres y probablemente a condición de que seas así: una adorable muñequita que guarda muchos secretos, pero que no sabe que los tiene. Tu cabecita no vuela; pero sabe inclinarse sobre mi pecho como en un refugio. Y cuando nos casemos te llevaré en mis brazos y te enseñaré a vivir. Nuestra casa será una jaula dorada donde cantarás espontáneamente, como los pájaros, cuando la llene el sol. ¡Qué me importa que lo ignores todo si estás conmigo!

Elsa hacía ahora carita de niña enfurruñada que espera que la besen, para reír, y Roberto la besó suavemente, como se besa a un niño.

II

Alejandra tuvo su primer novio a los veinte años, poco después del casamiento de su prima Elsa. Se habían conocido en una sala de conferencias. Se llamaba Gualberto Cánepa y estudiaba Derecho. Alto, elegante, decidor, silogista, preocupado constantemente en manifestar lo que pensaba respecto a algún tema trascendente. Conocía al profesor Leonard, de quien había sido discípulo, y supo por referencias que tenía una hija de inteligencia extraordinaria.

La tarde que le fue presentada sufrió una sorpresa agradable. Cuando le dijeron que aquella rubia sugestiva, de ojos oscuros, era nada menos que Alejandra Leonard, no lo quiso creer. Se había hecho una idea falsa de su físico. La suponía, brusca, hombruna, con el rostro cansado por el estudio y la soledad. Sonreía de alegría y se sintió halagado. Llegar a ser el novio de aquella muchacha que además de su hermosura pasaba por la mujer más inteligente de la sociedad donde actuaba, le hinchó de vanidad.

Sin embargo, después de la presentación, lamentó haber ido de prisa. Sentado junto a ella se sintió cohibido. Cada vez que se aventuraba, Alejandra sonreía y le miraba con una atención tan honda que llegaba a turbarlo. Sus insinuaciones se le ocurrían torpes balbuceos de colegial que quiere repetir una lección mal aprendida. No sabía cómo explicarse. Si se tratara de una señorita de educación común, le sería fácil. Pero con Alejandra tenía que medirse, estar en guardia.

Poco a poco Gualberto fue recuperando el dominio de sí mismo y trataba de analizarse, empeñado en hallar la causa de su aturdimiento. Haciendo memoria apareció una circunstancia de significado obscuro.

Una mañana hicieron un viaje juntos, a La Plata, en el rápido de las once. Estaban sentados uno frente al otro. Ella leía una revista y llevaba puesto un sombrero verde bajo cuyas alas florecía la cabellera rubia. Estaba hermosa. Él pensó: "En cuanto me mire, le dirijo la palabra". 

Tres o cuatro veces durante el trayecto ocurrió lo mismo; pero él no lograba resolverse a iniciar una conversación, cosa harto fácil entre dos personas que viajan juntas.

Otro día estando nuevamente juntos él se animó y esta vez le fue confesando sus impresiones de enamorado. Hizo un relato de sus sentimientos, Gualberto era de los que creía que la mujer era el complemento hacedor del hombre. Después se refirió directamente a ella, hablando de los distintos encuentros que los habían acercado.

— Ahora tengo de usted dos impresiones bien distintas. Una me atrae irremisiblemente: la armonía que yo siento en su ser físico. Usted constituye la imagen más bella, más noble, más fecunda que haya recogido mi mirada...

Alejandra interrumpió: —¿y cuál sería ese, mi otro aspecto, que Usted dice que lo rechaza?

—Yo no he dicho que me rechazara. Afirmo que me desorienta. En cuanto uno se acerca a usted, en cuanto se le oye pronunciar las primeras palabras se advierte de inmediato que hay en verdad una fuerte personalidad completa que no se sospechaba viéndola a usted como es, una hermosa muchacha que conserva en su rostro el frescor de la inocencia. Usted tiene una mirada ante la cual uno se siente indefenso.

Alejandra rió. —Bonito panegírico hace usted de una futura novia. ¿Le parezco a usted un ogro?

—¡No sea injusta. Alejandra! —

dijo algo conmovido y con un acento de ternura que llegó a estremecerla. Fue un sonido nuevo, una sensación desconocida que la turbó. Sintió latir su corazón y una onda emotiva le abrazó el rostro. Se olvidó de lo que estaba pensando, de lo que acababa de oír.

—Bueno —dijo: —dejemos estos asuntos para después. No valen la pena.

El insistió: —¡Oh!... no; hablemos de nosotros. Además yo no me resigno a separarme ahora de usted, a alejarme sin una esperanza. ¿Por qué calla?...

Alejandra le miró ruborizada, con una sonrisa desfalleciente, sin saber qué hacer. Pronunció unas palabras ininteligibles e inclinó la cabeza vencida. Gualberto comprendió que era el amo y señor. Se acercó más a ella, y le dijo casi al oído:

—Yo quiero que usted sea mi novia, Alejandra. Desde hace unos segundos ha vuelto en usted la muchachita cándida, la pastorcita rubia de mis ensueños.

III

Durante los primeros seis meses del noviazgo no hubo entre ellos un día gris, tedioso, ni siquiera un enojo. Gualberto visitaba a Alejandra tres noches por semana y le escribía apasionadas cartas llenas de arrebatos líricos. Era su novia, la novia de su vida, la buena estrella que cada hombre trae consigo al nacer.

"Gracias a ti —escribíale— el mundo tiene para mí un significado. Estoy orgulloso de lo que eres. Lo reúnes todo: gracia, talento, belleza. Ninguna mujer se te parece. Hay momentos en que no me creo digno de tu amor y me avergüenza no poder ser algo más. Única y mía para siempre. Estoy en gracia de Dios, porque bebo de una fuente divina: tu vida".

Alejandra nunca dejaba de responder a sus cartas. Le escribía:

"Mi amado bueno: cuando te veo tan exaltado, tiemblo por mí. Sólo soy una mujer que te ama. Desde que soy tu novia he dejado de lado muchas preocupaciones ajenas a nuestro amor. Me he despojado de mi anhelo de libertad, de mi ambición personal, de mi afán de saber. Estoy a merced tuya, sin vida propia.

Pero esta onda ascendente de la pasión se detuvo un tiempo y luego empezó a declinar. Gualberto ya no escribía sus cartas con la misma asiduidad, y el motivo de ellas carecía del vigor sensual de los primeros escritos. Fue un rudo golpe para Alejandra que, si en los primeros momentos no supo distinguir la ruta que seguían, sintió, en cambio, la proximidad del frío.

Una noche ella se mostró quejosa.

—Tú cambias, Gualberto, y yo quisiera que me dijeses sinceramente dónde está la causa, si en ti o en mí.

El negó. Argumentó, analizó, entusiasmándose, pródigo en ademanes, seguro de convencer, en una exposición que duró media hora, sin hacer más pausas que las necesarias para respirar. Alejandra le escuchaba sintiendo renacer en ella su espíritu burlón, mordaz, agudo, su aptitud especial para descubrir el ridículo.

Y de pronto dejó de ser la muchachita cándida que tanto amaba Gualberto y apareció Alejandra Leonard. Miró a su novio como quien observa la manifestación de un animal que se estudia. Su intención fue tan honda que él, a pesar suyo, se vio en un plano inferior e interrumpió su discurso. Alejandra no le dio tiempo a reaccionar.

—Todo lo que has dicho es asunto de diccionario. Ahórrate la tarea.

—¿Qué quieres decir?

—Que te atormentas en vano por llenar un hueco.

Y aquella visita de amor terminó en una disputa violenta donde los dos trataron de herirse. Gualberto tomó el sombrero y abandonó la sala. En el zaguán se detuvo. esperó un segundo con la esperanza de encontrar en su novia un gesto conciliador, de oír un sollozo que le llamara. Pero la expresión de Alejandra lo anonadó. Estaba de pie, inmóvil, glacial, como una estatua. Entonces le dijo, despechado y rencoroso:

—¡Te olvidas fácilmente de que eres una mujer!

Y abandonó la casa. El enojo duró un mes. La tía Clemencia, tomó a su cargo la tarea de suavizar las rencillas. Se escribieron, y Gualberto volvió a visitar a Alejandra. El encuentro fue emocional. Se abrazaron. Ella lloraba y Gualberto, lagrimeando, dándole besos, le volvía a decir:

"mi única", "mi pastorcita".

Y esa misma noche, él inició por primera vez una formal conversación sobre el casamiento. Ahora, próximo al año y medio de su noviazgo, apagados los primeros fuegos del amor, él se ponía a razonar, tejiendo el futuro como quien desarrolla un problema aritmético. Aunque pretendiese engañarse, Gualberto sólo amaba en Alejandra lo que ésta tenía de común con todas las mujeres: su expresión física. En cuanto a su inteligencia, a su carácter, a lo que había en ella de excepción, produjo a la larga una rebelión de su voluntad. Lo que fuera en un tiempo motivo de entusiasta admiración, de vanidad mal disimulada, se convirtió en un recelo oscuro.

Alejandra lo comprendía. Y asistía, horrorizada primero, dolorosamente resignada después, al derrumbamiento lento, pero inevitable de su edad romántica. Por eso, aquella noche. Alejandra no se sorprendió, él traía un aire de duelo, hasta su ropa parecía de luto...

—Siéntate —le dijo, señalándole un sofá frente a ella.

Gualberto obedeció sin mirarla. Hubo un minuto intolerable de silencio, que acentuó la situación. Se acercó indeciso, turbado, pareciéndole conveniente aplazar su resolución para otra vez. Para ella estuvo todo dicho. Se puso de pie, secó sus lágrimas y le dijo con una serenidad conmovedora:

—El compromiso que se contrae ante el amor no es igual al que se contrae ante el comercio. Me apena verte tan dudoso para decirme que entre nosotros ya no hay nada. —Te lo diré en pocas palabras. Tú eres como todos los hombres y yo no soy como todas las mujeres. ¿Qué aman ustedes de la mujer? La trivialidad con sus monerías, su cabecita loca, su aparente fragilidad. Me hubieses amado si hubiese sido hueca como las muñecas. Lo que aman ustedes de la mujer es su cuerpo y su eterna pasividad. En cambio yo te quiero como eres, a pesar de tu egoísmo y de su carácter impositivo. Porque si me dijeras: no hables, no hablaría; porque si me dijeras: no pienses: no pensaría. Estaba resuelta al sacrificio de mi pobre ser por ti, a convertirme en tu segundón sumiso, en la obediente compañera del Dueño y Señor. Pero tuviste miedo y envidia de que yo te superara...Este es el germen que mató tu amor. Puedes irte y en paz.

Gualberto, de pie, parecía esperar una pausa para decir algo; pero cuando Alejandra terminó, inclinó la cabeza en un gesto de amargura. Sólo, después de un prolongado silencio, dijo reflexivo y doloroso;

—Tienes razón. Perdóname.

Gualberto avanzó hacia ella, tendiéndole la mano, humilde, avergonzado, respetuoso. Alejandra se apresuró en responder al saludo, deseando terminar de una vez. Sonriente, casi cordial, le acompañó hasta la puerta de calle. Y cuando él se alejó, oyó aún su voz, doliente, apagada por las lágrimas:

—Que seas feliz.

Cuando Alejandra se volvió, la tía Clemencia estaba a su lado.

—¿Qué tienes? ¿Qué hay? ¿Han reñido?

Maternal la acogió entre sus brazos y la condujo hasta la sala. Pero Alejandra, la cabeza apoyada sobre el seno de Clemencia, lloraba, lloraba...





IV

El profesor Leonard murió cuando su hija tenía veinticuatro años. Este suceso acabó por señalar en Alejandra los contornos definitivos de su carácter.

Algunos meses más tarde, Clemencia le propuso pasar a vivir a Montevideo, donde estaba radicada su hija Elsa, de cuyo matrimonio había tenido dos hermosos varones, el mayor de los cuales contaba cinco años. Alejandra aceptó. Nada le retenía en Buenos Aires.

A su enojo con Gualberto siguió un período de retraimiento, se había pasado días enteros sin salir de su cuarto, acostada, muda, sorda, sepulta en el pasado. Había enflaquecido y en su rostro se marcaba la amargura. Volvió a la vida, sintiendo recrudecer en ella su ardiente curiosidad, su afán por el estudio, su aptitud para el análisis. Aceptó con placer una investigación que había comenzado su padre sobre la civilización incaica, y reanudó sus trabajos en la secretaría de una asociación cultural.

Un año y medio después y casi olvidada de su fracaso sentimental, sonrió a los galanteos de un poeta soñador que le dedicaba versos. Pero fue un amor que apenas duró cuatro meses.

Una tarde, Alejandra tuvo la mala ocurrencia de criticar una de sus composiciones. Era un soneto que ella juzgó que era inocuo y vulgar. Discutieron. Unos días después, él le mandó una carta donde terminaba diciendo que, todo se acabó. Alejandra leyó esta carta sin sorprenderse. Ni una queja, ni un sollozo. AI finalizar tuvo un ímpetu de rabia y estrujó el papel. pero se detuvo y luego escribió al final de la hoja esta breve respuesta:

"Tienes razón: No obstante, a pesar de los versos, creo que hubiéramos podido vivir bien".

Más que por el novio que perdía. Alejandra temió por el significado de su gesto. Haciendo memoria, halló una relación semejante en la actitud de los dos hombres que había amado. A Alejandra le pareció comprender que entre ella y el hombre se interponía un dilema cuyas consecuencias no podía prever. ¿Se hallaría en la necesidad de aceptar a cualquiera, al primero que quisiera casarse con ella, siguiendo el ejemplo de muchas de sus conocidas? ¿Continuaba siendo el matrimonio una espontánea elección del hombre y una incondicional adaptación en la mujer?

A la muerte de su padre, Alejandra sintió en su garganta el nudo de la soledad. Sólo conservaba a la tía Clemencia, una buena mujer que, si no entendía su carácter, tenía en cambio para ella momentos de ternura maternal. Por eso, cuando le habló de pasar a Montevideo, hasta se puso contenta. Además de hallar justo que la madre quisiera vivir cerca de su hija y de sus nietos, le pareció que al cambiar el medio social cambiaría de vida.

En el verano de 1920 se trasladaron a la capital uruguaya. En la dársena les esperaban Elsa y Roberto. La conversación recayó bien pronto sobre los niños.

—Los dejé durmiendo —dijo Elsa.

Enriquito era el mayor, de cinco años; le seguía Luis, de tres. El matrimonio empezó a hablar de ellos, los dos a un tiempo. Elsa contaba sus gracias, sus pillerías; Roberto refería sus precocidades y entre risas decía

-La pobre sirvienta les tiene miedo. Le tiran del pelo, la arañan. Son unos desalmados.

Cuando llegaron a la casa los nenes dormían aún.

—¡Pobrecitos!... No los despertemos — dijo Alejandra.—

No obstante. Clemencia no pudo dominarse y se echó sobre el menor, besándole la cara. Este, sorprendido, empezó a dar unos berridos espantosos. A los gritos se despertó Enriquito,

—Pero si es abuelita y tiíta Alejandra — decía Elsa;

— ¡es abuelita, abuelita que te quiere tanto!

La abuela volvió a besarlo y él le echó los brazos al cuello. A todo esto, Enriquito, se había animado y de pie sobre su cama observaba la escena. Alejandra lo cargó.

—¡Qué crecido está!...

Se inició el relato de las proezas; se habló de enfermedades, de atraso en el desarrollo, de los dientes. Luego Roberto tuvo que dejarles para ir a su tarea habitual y Clemencia se encargó del desayuno.

Ese mismo día fueron a la playa Ramírez. Alejandra llevaba consigo a Enriquito y Elsa al menor. Era una tarde calurosa. La multitud llenaba la costa. Los nenes, descalzos, se pusieron a jugar.

—Aquí se está bien. En Buenos Aires, era horrible el calor. —¿Y cómo está aquello de la política? Cuéntame. Al único que le oigo hablar de estos asuntos es a Roberto. ¿Sabes que si no le he oído mal, es bolchevique o comunista. ¡Si vieras todo lo que me dice! ¡A mí me hace gracia! Francamente, es lo que menos me importa de Roberto.

—¿Y le quieres mucho? —¡Y cómo no quererlo! Ahora que soy madre de dos hijos, creo que he aprendido algo y todo lo demás ha desaparecido para mí; ¿sabes? Lamento no poder expresar la idea que tengo. Si fuese como tú, Alejandra... Con tu inteligencia, con tu saber, sería fácil...

Entonces Alejandra sin querer la cortó

-En cierto modo, Elsa tú me pareces la imagen de la felicidad, ¿te gustaría ser como yo?

Elsa bajó los párpados e hizo un signo negativo con la cabeza.

—¡Hum!... ya lo sabía.

—¡Yo te compadezco. Alejandra! Pensando en ti, he llorado algunas veces. Discúlpame. Porque sé que tú eres muy buena, y de verte así, sola, sin que nadie te quiera, me da lástima. ¡Tanta mujer mala que se casa!...

—Me conmueve tu lástima. ¿No me quieres tú?

—¡Oh!, yo sí; pero ¿de qué te sirve mi cariño? Sé que mi amistad te aburre. Al poco tiempo comprendí que tú eras de otra pasta. Y nuestras amigas pensaron lo mismo. Contigo no teníamos asunto. No te burlabas; pero nunca compartiste nuestras preocupaciones. Una muchacha, ¡pasarse los días enteros sin salir de la biblioteca! Para mí hubiese sido espantoso. Tú estás destinada a otros fines,

—Estás en un error, Elsa. ¡Para que una mujer triunfe en la vida ha de ser muy grande, sublime, genial! ¡o ha de ser pequeñita! Tú sí que has triunfado. Tienes dos hijos, un hombre bueno a tu lado, una casa donde se cumplen las horas. ¿Qué tengo yo?... ¿Supones que no me he casado porque no he querido?

—Roberto me ha dicho que tú eras demasiado exigente.

—No es cierto. He buscado compañeros dignos y los que tal me parecieron me juzgaron peligrosa y huyeron de mí.

—¿Qué temían?

—Que no fuese sumisa, ¿comprendes?

—Algo.

Un momento se mantuvieron en silencio. Junto a ellas los nenes continuaban jugando. La tarde iba cayendo firme y lenta. El oeste se enrojecía. El sol, entre el mar y el cielo iba desapareciendo. Haciendo unos dibujos en la arena maquinalmente, Elsa dijo al fin:

—Yo creo que, si lo deseas, tú bien puedes casarte.

—No me parece. Llevo todas las de perder. Al decir esto soltó una carcajada dolorosa.

—¿De qué te ríes?

—De mí: sólo de mí, me río. ¡Después de haber pensado en tantas cosas, caer en esto!...

—No seas soberbia. Alejandra.

—No es soberbia. Es... impotencia, es desventura, es...

Hizo un esfuerzo para impedir que el llanto nublara sus ojos. Después, Elsa, siguiendo su pensamiento, insistió:

—Aún puedes casarte. Todo está en que te prestes a hacer lo que dice Roberto.

—¿Y qué dice?

—Que te hagas la nena boba.

Alejandra miró a su prima profundamente. Tiene razón. —La nena boba —repetía Alejandra entre dientes, mirando a lo lejos, —¡la nena boba!...

Callaron. Largo rato se mantuvieron silenciosas,

—¿Vamos?

—Vamos.

Habían prometido estar de regreso a las diecinueve horas. Alejandra tomó de la mano a Enriquito. Era el momento de mayor algarabía. Los vehículos llegaban atestados de pasajeros que invadían la playa, obreros y empleados que aprovechaban la última hora para el baño.

Cuando ellas quisieron subir la escalinata fueron frenadas por la muchedumbre. Alejandra, con el nene entre los brazos, se había detenido junto al primer peldaño, no animándose a avanzar. Entonces cuando volvió la calma prosiguieron, Alejandra siempre con Enriquito entre sus brazos. Cuando estaba por alcanzar la escalinata, un señor le dijo entusiasta:

—¡Qué hermoso hijo le ha dado Dios, señora!

Alejandra sintió una honda sacudida en todo su ser. Sorprendida iba a decirle: "no es mío", pero la voz no se pronunció. Apretó el nene contra su pecho y empezó a subir. Las piernas le flaqueaban.

FIN

La Celestina

Autor Fernando de Rojas

Tragicomedia de Calisto y Melibea

Tema: INTENCION DE LA OBRA

Síguese la comedia o tragicomedia de Calisto y Melibea, compuesta en reprehensión de los locos enamorados, que, vencidos en su desordenado apetito, a sus amigas llaman y dicen ser su Dios.

Asimismo hecho en aviso de los engaños de las alcahuetas y malos y lisonjeros sirvientes.

Argumento

Calisto fue de noble linaje, de claro ingenio, de gentil disposición, de linda crianza, dotado de muchas gracias, de estado mediano. Fue preso en el amor de Melibea, mujer moza, muy generosa, de alta y serenísima sangre, sublimada en próspero estado, una sola heredera a su padre Pleberio, y de su madre Alisa muy amada. Por solicitud del pungido Calisto, vencido el casto propósito de ella, entreviniendo Celestina, mala y astuta mujer, con dos sirvientes del vencido Calisto, engañados y por ésta tornados desleales, presa su fidelidad con anzuelo de codicia y de deleite, vinieron los amantes y los que les ministraron en amargo y desastrado fin.

Para comienzo de lo cual dispuso el adversa fortuna lugar oportuno donde a la presencia de Calisto se presentó la deseada Melibea.

Acto I

TEMA 1- Encuentro de Calisto y Melibea en el huerto

Entrando Calisto en una huerta en pos de un halcón suyo, halló ahí a Melibea, de cuyo amor preso, comenzole de hablar. De la cual rigurosamente despedido, fue para su casa muy angustiado. Habló con un criado suyo llamado Sempronio, el cual, después de muchas razones, le nombró a una vieja llamada Celestina, en cuya casa tenía el mismo criado una enamorada llamada Elicia,

PÁRMENO, CALISTO, MELIBEA, SEMPRONIO, CELESTINA,ELICIA, CRITO.

CALISTO.- En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.

MELIBEA.- ¿En qué, Calisto?

CALISTO.- En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mí, inmérito, tanta merced que verte alcanzase, y en tan conveniente lugar, que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Sin duda, incomparablemente es mayor tal galardón que el servicio, sacrificio, devoción y obras pías que por este lugar alcanzar tengo yo a Dios ofrecido. ¿Quién vio en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre como ahora el mío? Por cierto, los gloriosos santos que se deleitan en la visión divina no gozan más que yo ahora en el acatamiento tuyo. Mas, ¡oh triste!, que en esto diferimos: que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventuranza y yo, mixto, me alegro con recelo del esquivo tormento que tu ausencia me ha de causar.

MELIBEA.- ¿Por gran premio tienes éste, Calisto?

CALISTO.- Téngolo por tanto, en verdad, que si Dios me diese en el cielo silla sobre sus santos, no lo tendría por tanta felicidad.

MELIBEA.- Pues aun más igual galardón te daré yo si perseveras.

CALISTO.- ¡Oh bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan gran palabra habéis oído!

MELIBEA.- Más desaventuradas de que me acabes de oír, porque la paga será tan fiera cual merece tu loco atrevimiento y el intento de tus palabras ha sido. ¿Cómo de ingenio de tal hombre como tú haber de salir para se perder en la virtud de tal mujer como yo? ¡Vete, vete de ahí, torpe!, que no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano conmigo en ilícito amor comunicar su deleite.

CALISTO.- Iré como aquel contra quien solamente la adversa fortuna pone su estudio con odio cruel.

Tema 2- Calisto conversa con su criado Sempromio y este le da una solución

CALISTO.- ¡Sempronio, Sempronio, Sempronio! ¿Dónde está este maldito

SEMPRONIO.- Aquí soy, señor, curando de estos caballos.

CALISTO.- Pues, ¿cómo sales de la sala?

SEMPRONIO.- Abatiose el gerifalte y vínele a enderezar en el alcándara.

CALISTO.- ¡Así los diablos te ganen! ¡Así por infortunio arrebatado perezcas o perpetuo intolerable tormento consigas, el cual en grado incomparablemente a la penosa y desastrada muerte que espero traspasa! ¡Anda, anda, malvado!, abre la cámara y endereza la cama.

SEMPRONIO.- Señor, luego hecho es.

CALISTO.- Cierra la ventana y deja la tiniebla acompañar al triste y al desdichado la ceguedad. Mis pensamientos tristes no son dignos de luz. ¡Oh bienaventurada muerte aquella que, deseada a los afligidos, viene! ¡Oh, si vinieseis ahora, Crato y Galieno médicos, sentiríais mi mal! ¡Oh, piedad de Seleuco, inspira en el plebérico corazón, por que, sin esperanza de salud, no envíe el espíritu perdido con el del desastrado Píramo y de la desdichada Tisbe!

SEMPRONIO.- ¿Qué cosa es?

CALISTO.- ¡Vete de ahí! No me hables, si no, quizá, antes del tiempo de rabiosa muerte, mis manos causarán tu arrebatado fin.

-------------------------------------------------12/09/23

TAREA para el día 18/9/2023: Leer esta parte y contestar las preguntas que se encuentran al final

SEMPRONIO.- Iré, pues solo quieres padecer tu mal.

CALISTO.- ¡Ve con el diablo!

SEMPRONIO.- ¡Oh desventura! ¿Cuál fue tan contrario acontecimiento que así tan presto robó el alegría de este hombre y, lo que peor es, junto con ella el seso? ¿Dejarle he solo o entraré allá? Si le dejo, matarse puede, si entro allá, matarme podría. Quédese así, no me preocupa, más vale que muera aquel a quien es enojosa la vida que yo me alegro con ella. Aunque no desease vivir sino por ver mi Elicia, me debería guardar de peligros. Pero, si se mata sin otro testigo, yo quedo obligado a dar cuenta de su vida.

Quiero entrar. Mas, luego que entre, no quiere consolación ni consejo. Con todo, quiérole dejar un poco que se desbrave, madure, que he oído que es bueno que lo dejemos llorar al que dolor tiene, que las lágrimas y suspiros mucho ayudan al corazón dolorido. Y aun, Si entretanto se matare que muera; quizá con algo me quedaré que ni otro más que yo sabe las riquezas que tiene.

Aunque malo es esperar salud en muerte ajena, y quizá me engaña el diablo y, si muere, me van a matar allá con la soga y el calderón. Por otra parte, dicen los sabios que es grande descanso a los afligidos tener con quien puedan sus penas llorar y que la llaga interior se cierre. Pues, en estos extremos lo más sano es entrar y sufrir con él y consolarle, porque, si es posible sanar sin doctor, más ligera será la cura.

CALISTO.- Sempronio.

SEMPRONIO.- Señor.

CALISTO.- Dame acá el laúd.

SEMPRONIO.- Señor, vesle aquí.

CALISTO. ¿Cuál dolor puede ser tal

que se iguale con mi mal?

SEMPRONIO.- Destemplado está ese laúd.

CALISTO.- ¿Cómo templará el destemplado? ¿Cómo sentirá la armonía aquel que consigo está tan discorde, aquel en quien la voluntad a la razón no obedece? ¿Quién tiene dentro del pecho aguijones, paz, guerra, tregua, amor, enemistad, injurias, pecados, sospechas, todo a una causa? Pero toca y canta la más triste canción que sepas.

SEMPRONIO.- No me engaño yo, que loco está este mi amo.

CALISTO.- ¿Qué estás murmurando, Sempronio?

SEMPRONIO.- No digo nada...

CALISTO.-¿No te digo que hables alto cuando hablares? ¿Qué dices?

SEMPRONIO.- ¿Tú no eres cristiano?

CALISTO.- ¿Yo? Melibeo soy y a Melibea adoro, y en Melibea creo y a Melibea amo.

SEMPRONIO.- Tú te lo dirás. Como Melibea es grande, no cabe en el corazón de mi amo, que por la boca le sale a borbollones. No te preocupes. como dice el dicho "Yo sé Bien de qué pie cojeas". Yo te sanaré.

CALISTO.- Increíble cosa prometes.

SEMPRONIO.- Antes, para el comienzo de la salud es necesario conocer la dolencia del enfermo.

CALISTO.- ¿Cuál consejo puede regir lo que en sí no tiene orden ni consejo?

SEMPRONIO.- ¡Ja, ja, ja! ¿Éste es el fuego de Calisto? ¿Éstas son sus congojas? ¡Como si solamente el amor contra él asestara sus tiros! ¡Oh soberano Dios, cuán altos son tus misterios! ¡Cuánto apremio pusiste en el amor, que es necesaria toda turbación en el amante! Todos pasan, todos rompen, heridos y magullados como ligeros toros, sin freno saltan por las barreras. Mandaste al hombre por la mujer dejar el padre y la madre. Ahora no sólo aquello, mas a Ti y a tu ley desamparan, como ahora Calisto, del cual no me maravillo, pues los sabios, los santos, los profetas, por él te olvidaron...

CALISTO.- ¿Qué te parece de mi mal?

SEMPRONIO.- Que amas a Melibea.

CALISTO.- ¿Y no otra cosa?

SEMPRONIO.- Harto mal es tener la voluntad en un solo lugar cautiva.

CALISTO.- Poco sabes de firmeza.

SEMPRONIO.- La perseverancia en el mal no es constancia, es mas dureza, o tosudez, así la llaman en mi tierra. Vosotros los filósofos de Cupido llamadla como queráis.

CALISTO.- Torpe cosa es mentir el que enseña a otro, pues que tú precias de alabar a tu amiga Elicia.

SEMPRONIO.- Haz tú lo que bien digo y no lo que mal hago.

CALISTO.- ¿Qué me repruebas?

SEMPRONIO.- Que sometes la dignidad del hombre a la imperfección de la flaca mujer.

CALISTO.- ¿Mujer? ¡Oh grosero! ¡Dios, Dios!

SEMPRONIO.- ¿Y así lo crees, o burlas?

CALISTO.- ¿Que burlo? Por Dios la creo, por Dios la confieso y no creo que hay otro soberano en el cielo aunque entre nosotros mora.

SEMPRONIO.- ¡Ja, ja, ja! ¿Oíste qué blasfemia? ¿Viste qué ceguedad?

CALISTO.- ¿De qué te ríes?

SEMPRONIO.- Ríome, que no pensaba que había peor invención de pecado que en Sodoma...

SEMPRONIO.- ¿Pues qué?, ¿toda tu vida habías de llorar?

CALISTO.- Sí.

SEMPRONIO.- ¿Por qué?

CALISTO.- Porque amo a aquella ante quien tan indigno me hallo que no la espero alcanzar.

----------------------------------------------------------------------------------------

TAREA para el día 26/9/2023:Leer esta parte y contestar las preguntas que se encuentran al final

SEMPRONIO.- ¡Oh pusilánime! ¡Oh hideputa! ¡Qué Nembrot, qué Magno Alejandro!

CALISTO.- No te oí bien eso que dijiste, repítelo, dilo.

SEMPRONIO.- Dije que tú, que tienes más corazón que el mismo Alejandro, desesperas de alcanzar una mujer, muchas de las cuales muy finas y nobles se sometieron a viles y brutos animales. ¿No has leído de Pasífae con el toro, de Minerva con el can?

CALISTO.- No lo creo; hablillas son.

SEMPRONIO.- Lee los historiales, estudia los filósofos, mira los poetas. Llenos están los libros de sus viles y malos ejemplos, y de las caídas que llevaron los que en algo, como tú, las reputaron. Oye a Salomón donde dice que las mujeres y el vino hacen a los hombres ser flojos. Conséjate con Seneca. Escucha al Aristóteles, mira a San Bernardo...

Considera qué sesito está debajo de aquellas grandes y delgadas telas, qué pensamientos hay bajo aquellas largas y deslumbrantes ropas. ¡Qué imperfección, qué podredumbre debajo de templos pintados! Por ellas es el dicho «arma del diablo, cabeza del pecado, destrucción del paraíso». ¿No has rezado en la iglesia cuando dice: «Ésta es la mujer, antigua malicia que echó a Adán de los deleites del paraíso; por ella el linaje humano cae tentado en el infierno...»?

CALISTO.- Di, pues ese Adán, ese Salomón, ese David, ese Aristóteles, esos que dices, como se sometieron a ellas, ¿soy igual que ellos?... ¿Ves? Mientras más me dices y más inconvenientes me pones, más la quiero. No sé qué es.

SEMPRONIO.- No es este juicio para mozos, según veo, que no se saben a razón someter y administrar.

CALISTO.- Y tú, ¿qué sabes? ¿Quién te mostró esto?

SEMPRONIO.- ¿Quién? Ellas, que, desde que se descubren, así pierden la vergüenza, que todo esto y aun más a los hombres manifiestan. Verás... Lo primero eres hombre y de claro ingenio; y más, a quien la natura dotó de los mejores bienes que tuvo. Conviene a saber, hermosura, gracia, grandeza de miembros, fuerza, ligereza, y fortuna. De esta manera los bienes que tienes de dentro con los de fuera resplandecen. Porque sin los bienes de fuera, de los cuales la fortuna es señora, a ninguno acaece en esta vida ser bienaventurado.

CALISTO.- Pero no de Melibea. En todo lo que me has gloriado, sin proporción ni comparación se aventaja Melibea. Mira la nobleza y antigüedad de su linaje, el grandísimo patrimonio de su familia, el excelentísimo ingenio, las resplandecientes virtudes, la altitud e inefable gracia, la soberana hermosura, de la cual te ruego me dejes hablar un poco, porque haya algún refrigerio.

SEMPRONIO.- ¿Qué mentiras y qué locuras dirá ahora este cautivo de mi amo?

CALISTO.- Comienzo por los cabellos. ¿Ves tú las madejas del oro delgado que hilan en Arabia? Estos más lindos son y no resplandecen menos. Su longura hasta el postrero asiento de sus pies, atados con la delgada cuerda, como ella se los pone, no hace más que convertir a los hombres en piedras.

SEMPRONIO.- Será más en asnos.

CALISTO.- Mi dulce Melibea tiene los ojos verdes rasgados, las pestañas luengas, las cejas delgadas y alzadas, la nariz mediana, la boca pequeña, los dientes menudos y blancos, los labios colorados y grosezuelos, el torno del rostro poco más luengo que redondo, ¿quién te lo podría figurar? La tez lisa, lustrosa, ¡la piel suya oscurece la nieve! ...

SEMPRONIO.- ¿Has terminado con su descripción?

CALISTO.- Cuan brevemente pude hacerlo.

SEMPRONIO.- Puesto que sea todo eso verdad, por ser tú hombre eres más digno.

CALISTO.- ¿En qué?

SEMPRONIO.- ¿En qué? Ella es imperfecta, por ese defecto desea y apetece a ti o a otro como tú. ¿No has leído el filósofo donde dice «así como la materia apetece a la forma, así la mujer al varón»?

CALISTO.- ¡Oh triste!, y ¿cuándo veré yo eso entre mí y Melibea?

SEMPRONIO.- Posible es, y aunque la aborrezcas cuanto ahora la amas, podrá ser alcanzándola y viéndola con otros ojos libres del engaño en que ahora estás.

CALISTO.- Y ahora, ¿con qué la veo?

SEMPRONIO.- Con ojos engañosos, con que lo poco parece mucho y lo pequeño grande. Y por que no te desesperes, yo quiero tomar este desafío de cumplir tu deseo.

CALISTO.- ¡Oh, Dios te dé lo que deseas, que glorioso me es oírte aunque no espero que lo has de hacer!

Dios te consuele. El jubón de brocado que ayer vestí, Sempronio, vístelo tú.

SEMPRONIO.- Agradezco a Dios por éste y por muchos más que me darás. Con todo, si de estos premios me da, yo he de traérsela hasta su cama. ¡Bueno y ahora andando! Haré esto que me encargó mi amo...

CALISTO.- ¿Cómo has pensado de hacer esta piedad?

SEMPRONIO.- Yo te lo diré. Hace tiempo que conozco en el fin de esta vecindad, a una vieja barbuda que se llama Celestina, hechicera, astuta, sagaz en cuantas maldades hay. Entiendo que pasan de muchos los amoríos que se han hecho y deshecho por su autoridad en esta ciudad. A las duras mujeres ablandará y las provocará a lujuria si ella quiere.

CALISTO.- ¿Podríala yo hablar?

SEMPRONIO.- Yo te la traeré hasta acá. Por eso, arréglate, sele gracioso, sele franco, mientras voy yo a decirle tu pena tan bien como ella te dará el remedio. Ya me voy; quede Dios contigo.

CALISTO.- Y contigo vaya. ¡Oh todopoderoso, perdurable Dios!, Tú que guiaste a los perdidos reyes orientales con la estrella de Belén, humilmente te ruego que guíes a mi Sempronio, en manera que convierta mi pena y tristeza en gozo, y yo, indigno, merezca venir en el deseado fin.

Contestar: (Pueden trabajar en forma solitaria o en equipo de no más de tres integrantes)

Entregar al Profesor en una hoja aparte, con los nombres de cada uno

1- Relata con tus palabras que es lo que sucede en esta escena, entre Calisto y Sempronio.

2-Realiza una enumeración de las características de: Calisto y cómo la describe a Melibea.

3-Qué concepción de la mujer aparece tras el discurso de Sempronio.: cita frases que demuestren esta postura ideológica.

4-Opinión personal: qué opinas de estos personajes(Calisto y Sempronio). Cuál es el que te llama más la atención

EPISODIO DONDE SEMPRONIO SE ENCUENTRA CON CELESTINA Y LE PLANTEA EL NEGOCIO

CELESTINA.- ¡Albricias, albricias, Elicia! ¡Sempronio, Sempronio!

ELICIA.- ¡Ahora no!

CELESTINA.- ¿Por qué?

ELICIA.- Porque está aquí Crito.

CELESTINA.- ¡Mételo en la camarilla de las escobas! ¡Rápido! Dile que viene tu primo y mi familiar.

ELICIA.- ¡Crito, métete ahí; mi primo viene, perdida soy!

SEMPRONIO.- ¡Madre bendita, qué deseo traigo! ¡Gracias a Dios que te me dejó ver!

CELESTINA.- ¡Hijo mío!, turbado me has. No te puedo hablar; ahora ven y dame un abrazo. ¿Y tres días pudiste estar sin vernos? ¡Elicia, Elicia, cátale aquí está vuestro querido Sempronio!

ELICIA.- ¡Ay, triste, qué saltos me da el corazón! ¿Y qué es de él?

CELESTINA.- Vele aquí, vele. Yo me le abrazaré, que no tú.

ELICIA.- Tres días ha que no me ves. ¡Nunca Dios te vea, nunca Dios te consuele ni visite! ¡Guay de la triste que en ti tiene su esperanza y el fin de todo su bien!

SEMPRONIO.- ¡Calla, señora mía! ¿Tú piensas que la distancia es poderosa para apartar el entrañable amor, y el fuego que está en mi corazón? Donde yo voy, conmigo vas, conmigo estás. No te aflijas ni me atormentes más de lo que yo he padecido;

CELESTINA.- ¡Anda acá! Deja esa loca, que es mentirosa y está turbada por tu ausencia. Ven y hablemos; no dejemos pasar el tiempo en balde.

SEMPRONIO.- Madre mía, toma el manto y vamos rápido con el mi amo, que por el camino sabrás lo que necesita, no puedo tardarme en decirtelo, impediría tu provecho y el mío.

CELESTINA.- Vamos. Elicia, quédate aquí con Dios, cierra la puerta. ¡Adios!

SEMPRONIO.- ¡Oh madre mía! Te pido que solamente seas atenta e imagina todo lo que te dijere. Y no derrames tu pensamiento en muchas partes para entender a mi amo, Quiero que sepas todo lo que él me ha confiado y que por fe contigo puse, deseando bien que nos cupiese a los dos parte.

CELESTINA.- Pero di todo de una vez, no te detengas, que la amistad que entre ti y mí se afirma, ya no necesita más preámbulos, para ganar mi voluntad. Abrevia y ven al hecho, que con pocas palabras se puede mucho entender.

SEMPRONIO.- Así es. Calisto arde en amores por Melibea. De ti y de mí tiene necesidad. Pues juntos nos es necesario de su deseo aprovecharnos.

CELESTINA.- Bien has dicho, al cabo estoy. así entiendo yo darle a Calisto la efectividad del remedio, ¡Bien me entiendes!

SEMPRONIO.- Callemos, que a la puerta estamos y, como dicen, las paredes tienen oídos.

CALISTO.- A la puerta llaman. ¡Corre!

PÁRMENO.- ¿Quién es?

SEMPRONIO.- Abre a mí y a esta dueña.

PÁRMENO.- Señor, Sempronio y una puta vieja alcoholada daban aquellas palmadas.

CALISTO.- ¡Calla, calla, malvado, que es mi tía! ¡Corre, corre, abre!

PÁRMENO.- ¿Por qué, señor, te preocupas? ¿Por qué, señor, te congojas? ¿Y tú piensas que es insulto en las orejas de esta vieja el nombre con que la llamé? No lo creas...

CALISTO.- Y tú, ¿cómo lo sabes y la conoces?

PÁRMENO.- Saberlo has. En el pasado mi madre, mujer pobre, moraba en su vecindad, la cual, rogada por esta Celestina, me dio a ella por sirviente; aunque ella no me conoce por lo poco que la serví y por el cambio que la edad ha hecho.

CALISTO.- Abre. ¡Oh, Pármeno, ya la veo, sano soy, vivo soy! ¿Mira qué reverenda persona, qué acatamiento? La mayor parte por la fisonomía es conocida la virtud interior. ¡Oh vejez virtuosa, oh virtud envejecida! ¡Oh gloriosa esperanza de mi deseado fin! ¡Oh fin de mi deleitosa esperanza! ¡Oh salud de mi pasión, reparo de mi tormento, vivificación de mi vida, resurrección de mi muerte! Deseo llegar a ti. Codicio besar esas manos llenas de remedio. Desde aquí adoro la tierra que pisas y en reverencia tuya la beso.

Madre Celestina ven conmigo. Recibe la dádiva pobre de aquel que con ella la vida te ofrece.

CELESTINA.- Como en el oro muy fino labrado por la mano del sutil artista la obra muestra el talento de su autor, así se muestra en tu magnífico dar la gracia y forma de tu dulce liberalidad. Y, sin duda, esta dádiva su efecto ha logrado...

PÁRMENO.- ¿Qué le dio a la vieja?

SEMPRONIO.- Cien monedas en oro.

CALISTO.- Ve ahora, madre, y consuela tu casa; y después ven, consuela la mía; y luego cumple con tu sagrado trabajo...

CELESTINA.- Quede Dios contigo.

ENCUENTRO DE CELESTINA CON MELIBEA

Acto II

Escena I

Llega CELESTINA a casa de MELIBEA y toca la puerta. Ábrele LUCRECIA, una criada.

CELESTINA.- (Saludando.) La paz sea en esta casa.

LUCRECIA.- Madre Celestina, seas bienvenida. ¿Qué te trae por estos barrios?

CELESTINA.- Hija, mi amor, el deseo de ver a tus señoras, la vieja y la moza...A las viejas nunca nos faltan necesidades y, como tengo que mantener hijas ajenas, vengo a vender un poco de hilado.

ALISA.- (Desde el interior de la casa.) ¿Con quién hablas, Lucrecia?

LUCRECIA.- Con la vieja que perfuma tocas y hace solimanes y tiene como treinta oficios más. Conoce mucho de hierbas, cura niños y algunos le llaman la vieja lapidaria.

ALISA.- Dime su nombre, si lo sabes.

LUCRECIA.- Celestina, hablando con reverencia, es su nombre.

ALISA.- Ya me acuerdo de ella. ¡Buena pieza! Algo me vendrá a pedir. Dile que entre.

CELESTINA.- (Entrando.) Señora buena, la gracia de Dios sea contigo y con tu noble hija. Mis achaques me han impedido visitar tu casa, mas Dios conoce mis limpias entrañas y el afecto que te tengo. Como la fortuna adversa me ha sobrevenido una mengua de dinero y, como no conozco mejor remedio que vender un poco de hilado, me he acercado a tu casa porque he sabido por tu criada que tienes alguna necesidad de ello.

ALISA.- Vecina honrada, te agradezco lo dicho. Si el hilado es bueno, se te pagará bien. (Dirigiéndose a MELIBEA, que está a su lado.) Hija Melibea, quédese esta honrada mujer contigo, que se me hace tarde para visitar a mi hermana porque se le ha complicado hace un rato su enfermedad. (A CELESTINA.) Y tú, madre, perdóname, que otro día tendremos ocasión de vernos más. (Sale ALISA.)

CELESTINA.- De Dios seas perdonada, que buena compañía me queda. Dios la deje gozar su noble juventud y florida mocedad, que es el tiempo en el que mayores placeres y más agradables deleites se alcanzan. (Quejándose.) La vejez es mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de rencillas, congoja continua, llaga incurable, vecina de la muerte, choza sin ramas que por todas partes gotea, cayado de mimbre que con poca carga se doblega.

MELIBEA.- Pues, si es así, gran pena tendrás por la edad que perdiste? ...No te habría conocido sino por la señal de la cara. Recuerdo que eras hermosa. Otra pareces. Estás muy cambiada.

LUCRECIA.- (Para sí.) ¡Ji, ji, ji! ¡Hermosa era con esa cicatriz que le atraviesa la cara!

CELESTINA.- Encanecí temprano y parezco más vieja de lo que soy.

MELIBEA.- Celestina, amiga, mucho he disfrutado tu visita. Toma tu dinero y vete con Dios, que me parece que no debes haber comido.

CELESTINA.- ¡Oh angélica imagen! ¡Oh perla preciosa! Gozo viéndote hablar. ¿No sabes que por la divina boca fue dicho «no sólo de pan viviremos»? No sólo comer mantiene, sobre todo a quienes, como yo, solemos estar negociando encomiendas ajenas. Si tú me das licencia, te diré la causa de mi venida, que todos perderíamos si me fuese sin que la supieras.

MELIBEA.- Di, madre, tus necesidades, que, si las puedo remediar, de buen grado lo haré. Pide lo que quieras, sea para quien fuere.

CELESTINA.- ¡Doncella graciosa y de alto linaje! Tu habla suave, tu gesto alegre y la liberalidad que muestras con esta vieja me dan la osadía suficiente para decírtelo. Dejo un enfermo a las puertas de la muerte que con una sola palabra de tu boca tiene fe en que sanará.

MELIBEA.- Vieja honrada, no te entiendo, si no declaras tu demanda. Por una parte, me alteras y causas enojo; por otra, me mueves a compasión. Dichosa soy, si de mi palabra hay necesidad para la salud de algún cristiano. Así que no ceses tu petición por empacho o por temor.

CELESTINA.- El temor lo perdí mirando, señora, tu beldad. Bien tendrás noticia, señora, de un caballero mancebo, gentilhombre de clara sangre, que llaman Calisto.

MELIBEA.- (Alterada.) ¡Ya, ya, ya! Buena vieja, no me digas más, no pases adelante. ¿Es éste el doliente para quien has venido a buscar salud, desvergonzada barbuda? De locura será su mal. ¡Quemada seas, alcahueta, falsa, hechicera, enemiga de la honestidad! ¡Jesús! ¡Quítamela, Lucrecia, de mi vista, que me muero! ¿Piensas que no entiendo tu mensaje? Respóndeme, traidora, ¿cómo te has atrevido a tanto?

CELESTINA.- (Para sí.) A otras más bravas he amansado. Ninguna tempestad dura mucho.

MELIBEA.- ¿Qué murmuras, enemiga? ¿Tienes alguna disculpa para satisfacer mi enojo y excusar tu yerro y tu osadía? ¿Qué palabra podías tú querer para ese tal hombre que no desdijera de mi honra?

CELESTINA.- Una oración, señora, que a él le dijeron que sabías de Santa Apolonia para el dolor de muelas. Así mismo, tu cordón, que es fama que ha tocado todas las reliquias que hay en Roma y en Jerusalén.

MELIBEA.- ¿Eso querías? ¿Por qué no me lo expresaste de inmediato? ¿Por qué no me lo dijiste con esas mismas palabras?

CELESTINA.- Porque mi limpio motivo me hizo creer, señora, que no habrías de sospechar mal. Si faltó el debido preámbulo, fue porque la verdad no necesita abundar en muchos colores.

MELIBEA.- Tanto me han alabado tus falsas mañas, que no sé si creer que me pides una oración. Concurrieron dos cosas en tu habla suficientes para sacarme de seso: nombrar a ese caballero que conmigo se atrevió a hablar y pedirme palabra sin más causa. Pero, ya que todo viene de buena parte, de lo pasado haya perdón. Es una obra pía y santa sanar a los apasionados y a los enfermos.

MELIBEA.- ¿Qué tiempo hace que está enfermo?

CELESTINA.- Ocho días, señora.

MELIBEA.- ¡Cuánto me pesa mi falta de paciencia! En pago de tu sufrimiento, quiero darte luego mi cordón y, pues para escribir la oración no habrá tiempo hasta que venga mi madre, si esto no bastare, ven mañana por ella muy secretamente.

LUCRECIA.- (Para sí.) ¡Perdida está mi ama! ¡Quiere que venga Celestina secretamente! Hay fraude: ¡ha de querer más de lo que ha dicho!

CELESTINA.- Yo parto, si me das licencia.

MELIBEA.- Ve con Dios, que ni tu mensaje me ha traído provecho, ni de tu partida puede venirme algún daño.

Escena II

CALISTO y PÁRMENO en la habitación del primero. PÁRMENO mira por la ventana.

PÁRMENO.- ¡Señor, señor!

CALISTO.- ¿Qué quieres, loco?

PÁRMENO.- A Sempronio y Celestina veo venir.

CALISTO.- Pues baja y ábreles corriendo la puerta. (Sale PÁRMENO.) ¿Qué nuevas traerán? Celestina trae en su boca el remedio o la pena de mi corazón. Pármeno, manos de muerto, qué lento eres! ¡Quita ya la enojosa aldaba y que entre esa honrada señora en cuya lengua está ahora mi vida!

...............................................................................

CALISTO.- Si no quieres, reina y señora mía, que mi alma se condene, certifícame brevemente si tuvo o no tuvo buen fin tu gloriosa demanda.

CELESTINA.- Todo el rigor de Melibea traigo convertido en miel, su ira en mansedumbre, su aceleramiento en sosiego. Pues ¿a qué creías que iba allá la vieja Celestina, a quien tú tan magníficamente galardonaste, sino a ablandar su saña, a recibir en mi manto los golpes, los desvíos, los menosprecios y los desdenes que muestran aquellas en los principios de sus requerimientos de amor para que después sea más valorada su entrega? Debes saber que todo fue muy bueno.

CALISTO.- ¿Cómo entraste en su casa?

CELESTINA.- Vendiendo hilado. Así tengo cazadas a más de treinta de su condición. Al comenzar la venta, hubo su madre de salir, llamada por una hermana suya, y dejó en su lugar a Melibea para que atendiera el trato. Comuniquele, entonces, mi embajada y cómo penabas por una palabra suya que aliviara tan gran dolor. Quedose suspensa y pensando quién podría ser quien así penaba por una palabra de su boca. Al escuchar tu nombre, diose una gran palmada en la frente y me ordenó que callase. Me llamó hechicera, alcahueta, vieja, falsa, barbuda, malhechora y otros muchos nombres ignominiosos con cuyos títulos asombran a los niños de cuna. Herida de aquella dorada flecha, que del sonido de tu nombre le tocó, se retorcía tanto que parecía que despedazaba sus manos, miraba con sus ojos a todas partes y coceaba el duro suelo. Yo, a todo esto, arrinconada, encogida y callando, pero gozosa de su ferocidad, porque sabía que, mientras más basqueara, más cerca estaría de rendirse. Díjele que tu pena era mal de muelas y que la palabra que de ella quería era una oración que ella sabía, muy devota, para tu salud.

CALISTO.- ¡Oh maravillosa astucia! ¡Oh singular mujer en su oficio! (A sus criados.) ¿Qué os parece, mozos? ¿Hay una mujer igual en todo el mundo? (A CELESTINA.) ¿Qué te respondió a la demanda de la oración?

CELESTINA.- Que la rezaría de buen grado.

CALISTO.- ¿De buen grado? ¡Oh Dios, qué alto don!

Martes 3/10-aquí quedamos

CELESTINA.- Pues más le pedí.

CALISTO.- ¿Qué, mi vieja honrada?

CELESTINA.- Un cordón que ella suele traer. Díjele que sería provechoso para tu mal, pues ha tocado muchas reliquias.

CALISTO.- ¿Y qué dijo?

CELESTINA.- ¡Dame albricias! Te lo voy a decir.

CALISTO.- ¡Oh, por Dios, toma toda esta casa y cuanto hay en ella y dímelo! ¡Pide lo que quieras!

CELESTINA.- Señor Calisto, harto generoso has sido con una vieja flaca como yo y en pago a tan alta liberalidad te restituyo la salud perdida, el corazón que te faltaba, el seso que se te alteraba. Melibea pena por ti más que tú por ella. Melibea te ama y te desea ver. Melibea piensa más horas en tu persona que en la suya. Melibea se llama tuya y esto tiene por título de libertad y con esto amansa el fuego, que más que a ti la quema a ella. Ella concertó la cita en su casa en dando el reloj las doce. La hallarás entre las puertas.

CALISTO.- Mozos, ¿estoy yo aquí? Mozos, ¿oigo yo esto? ¿Es de día o es de noche? ¡Oh señor Dios, padre celestial, ruégote que esto no sea un sueño! Dios vaya contigo, mi madre. Yo quiero dormir y reposar un rato para satisfacer las pasadas noches y cumplir con la por venir.

Escena VII

Llegan a la puerta de la casa, donde los esperan MELIBEA y LUCRECIA, su criada.

CALISTO.- ¡Señora mía!

LUCRECIA.- Ésta es la voz de Calisto. ¿Quién está fuera?

CALISTO.- Aquel que viene a cumplir tu mandato. (Recapacitando.) He sido engañado. No era Melibea la que habló.

—37→

MELIBEA.- Vete, Lucrecia, y acuéstate. (A CALISTO.) ¡Señor! ¿Cuál es tu nombre? ¿Quién te mandó venir aquí?

CALISTO.- La que tiene merecimiento para mandar a todo el mundo, aquella a la que no merezco servir. El dulce sonido de tu habla, que jamás cae de mis oídos, me certifica que tú eres mi señora Melibea. Yo soy tu siervo Calisto.

MELIBEA.- La sobrada osadía de tus mensajes me ha forzado a hablar, señor Calisto. Mi venida sólo tiene el propósito de despedirte. No quieras poner mi fama en la balanza de las lenguas maldicientes.

CALISTO.- ¡Oh malaventurado Calisto! ¡Cómo se burlan de ti tus sirvientes! ¡Oh engañosa mujer Celestina! Me hubieras dejado morir antes que avivar mis esperanzas. ¿No me dijiste que mi señora me era favorable? ¿En quién hallaré yo fe? ¿Quién osó darme tan cruda esperanza de perdición?

MELIBEA.- Cesen, señor mío, tus querellas, que ni mi corazón puede sufrirlas ni mis ojos disimularlas. Tú lloras de tristeza, juzgándome cruel; yo lloro de placer, viéndote tan fiel. ¡Oh mi señor y mi bien todo! Limpia, señor, tus ojos. Ordena de mí a tu voluntad.

CALISTO.- ¡Oh señora mía, esperanza de mi gloria, descanso y alivio de mi pena, alegría de mi corazón!

MELIBEA.- Señor Calisto, tu mucho merecer, tus extremadas gracias y tu alto nacimiento han hecho que, una vez que tuve noticia entera de ti, no te apartases en ningún momento de mi corazón. Las puertas impiden nuestro gozo y yo las maldigo y maldigo sus fuertes cerrojos y mis pocas fuerzas, que, de no ser así, ni tú estarías quejoso, ni yo descontenta.

—38→

CALISTO.- ¿Cómo, señora mía, puede un palo impedir nuestro gozo? Permite que llame a mis criados para que lo quiebren.

PÁRMENO.- (A SEMPRONIO.) ¿Oyes, Sempronio? En mal punto creo yo que se empezaron estos amores. Yo no espero más aquí.

SEMPRONIO.- Calla, calla y escucha, que ella no consiente que vayamos allá.

MELIBEA.- ¿Quieres, amor mío, perderme a mí y dañar mi fama? Conténtate con venir mañana a esta hora por las paredes de mi huerto, que, si ahora quebrases las crueles puertas, aunque no fuésemos sentidos, amanecería en casa de mi padre la terrible sospecha de mi yerro.

PÁRMENO.- ¡Señor, sal presto, que viene mucha gente con hachas y serás reconocido, pues no hay donde puedas esconderte!

CALISTO.- ¡Oh mezquino, y cómo me veo obligado, señora, a separarme de ti! El miedo a la muerte no me fuerza tanto como tu honra. Que los ángeles queden contigo. Mi venida será, como ordenaste, por el huerto.

MELIBEA.- Que así sea y que Dios vaya contigo.

Para trabajar este viernes 13 de octubre

Acto III

Escena I

PÁRMENO y SEMPRONIO al pie de la ventana de CELESTINA. Es de noche, como en la escena anterior.

SEMPRONIO.- (Llamando con los nudillos.) Señora Celestina, ábrenos.

CELESTINA.- ¿Quién llama?

SEMPRONIO.- Ábrenos a Pármeno y a Sempronio, que venimos a almorzar contigo.

Abre la puerta CELESTINA y éntranse a la casa los dos criados.

CELESTINA.- ¡Locos traviesos! ¡Entrad, entrad! ¿Qué habéis hecho? ¿Qué os ha pasado? ¿Se despidió la esperanza de Calisto o vive todavía con ella?

------------------------------------------------------------------------

SEMPRONIO.- No es esta la primera vez que yo he dicho que en los viejos reina la codicia. Cuando pobre, generosa; cuando rica, avarienta. ¡Oh Dios, y cómo crece la necesidad con la abundancia! Cuando creyó que el provecho sería escaso, la vieja me dijo que me llevase todo y ahora, que lo ve crecido, no quiere dar nada.

PÁRMENO.- Que te dé lo que te prometió o tomémosloselo todo. Harto te decía yo quién era esta vieja.

CELESTINA.- El enojo que traéis con vosotros o con vuestro amo o con vuestras armas no lo descarguéis en mí. Bien sé de qué pie cojeáis.

SEMPRONIO.- No mezcles tus burlas en nuestra demanda. Danos las dos partes a cuenta de cuanto de Calisto has recibido, no quieras que descubramos quién eres. A otros con esos halagos, vieja.

CELESTINA.- Calla tu lengua y no insultes mis canas, que soy vieja cual Dios me hizo, no peor. Vivo de mi oficio, como cada oficial del suyo, muy limpiamente.

PÁRMENO.- No me hinches las narices con esas memorias.

CELESTINA.- (Gritando.) ¡Elicia, Elicia! Levántate. ¿Qué es esto? ¿Qué quieren decir tales amenazas en mi casa? ¿Con una oveja mansa os atrevéis vosotros? ¿Con una gallina atada? ¿Con una vieja de sesenta años? Señal es de gran cobardía acometer a los menores y a los que poco pueden.

SEMPRONIO.- ¡Vieja avarienta, garganta muerta de sed por el dinero! ¿No estarás contenta con la tercera parte de lo ganado?

CELESTINA.- ¿Qué tercera parte? ¡Vete de mi casa! No me hagáis salir de esto. No queráis que salgan a la plaza las cosas de Calisto y las vuestras.

CELESTINA.- (Gritando.) ¡Justicia, vecinos, justicia, que me matan en mi casa estos rufianes!

(Con el pecho atravesado por una daga.) ¡Confesión, confesión!

PÁRMENO.- ¡Dale, dale! ¡Acábala! ¡Muera, muera! De los enemigos, los menos.

CELESTINA.- ¡Confesión!

Entra ELICIA.

ELICIA.- (Inclinándose sobre CELESTINA, ya muerta.) ¡Oh, crueles enemigos, en mal poder os veáis! ¡Y para quién tuvisteis manos! ¡Muerta es mi madre y mi bien todo!

SEMPRONIO.- ¡Huye, huye, Pármeno, que viene mucha gente! ¡Guárdate, que viene el alguacil!

PÁRMENO.- ¡Oh pecador de mí, que no sé por dónde escapar, pues la puerta está tomada!

SEMPRONIO.- Saltemos por las ventanas. No muramos en poder de la justicia.

PÁRMENO.- Salta, que yo te sigo.

AREÚSA.-¿Eres tú, Elicia? ¿Qué es esto? ¿Por qué estás triste? Me espantas, hermana mía. ¿Qué pasa?

ELICIA.- Más es lo que siento y encubro que lo que muestro. Traigo más negro el corazón que el manto. ¡Ay hermana, hermana, que no puedo hablar! No puedo sacar la voz del pecho.

AREÚSA.- Dímelo, no te rasguñes ni te maltrates. ¿Es de ambas este mal? ¿Me toca a mí?

ELICIA.- ¡Ay, prima mía! Sempronio y Pármeno ya no viven. Sus almas están purgando su yerro.

AREÚSA.- ¿Qué me cuentas? Calla, por Dios, que me caeré muerta.

ELICIA.- Aún te contaré más. Celestina, la que yo tenía por madre, la que me regalaba y encubría, aquella con quien yo me honraba, por quien yo era conocida en toda la ciudad, ya está dando cuenta de sus obras. En mi regazo me la mataron.

AREÚSA.- ¡Pérdida irreparable! Cuéntame cómo ha sucedido tan cruel caso.

ELICIA.- Ya conoces, hermana, los amores de Calisto y la loca de Melibea. Calisto dio a la desdichada de mi tía una cadena de oro. Ella no quiso dar su parte a Sempronio ni a Pármeno, como habían convenido. Ellos pidieron su parte de la cadena a Celestina. Ella les negó su promesa. Así que ellos, muy enojados, discutieron largo rato con ella. Al fin, viéndola tan codiciosa, echaron manos a sus espadas y le dieron mil cuchilladas.

AREÚSA.- Y de ellos ¿qué me dices? ¿En qué pararon?

ELICIA.- Por huir de la justicia, saltaron por las ventanas. Allí mismo los prendieron y, sin más dilación, los degollaron.

AREÚSA.- ¡Oh mi Pármeno! ¡Cuánto dolor me produce su muerte!

Pero, calla, hermana. Ataja tus lágrimas. Muchas cosas se pueden vengar, y ésta es de ellas.

Escena VII

CALISTO con sus dos criados, SOSIA y TRISTÁN, llega a la casa de MELIBEA.

SOSIA.- Arrima la escalera, Tristán, que éste es el mejor lugar.

TRISTÁN.- Sube, señor. Yo iré contigo.

CALISTO.- Quedaos, locos, que yo entraré solo.

MELIBEA.- ¡Oh mi señor, no saltes de tan alto, que me moriré de verlo!

CALISTO.- ¡Angélica imagen, preciosa perla ante la que el mundo es feo, mi señora, mi gloria! (La abraza.) En mis manos te tengo y no lo creo.

MELIBEA.- Goza los deleites de los que gozo, que es verte y llegar a tu persona, y no pidas ni tomes aquello que, una vez tomado, no esté en tu mano devolver. Guárdate, señor, de dañar lo que con todos los tesoros del mundo no se restaura.

CALISTO.- Señora, si por conseguir esta merced toda mi vida he gastado, ¿cómo puedo, cuando me la ofrecen, desecharla? No me pidas cobardía. Nadando por este fuego de tu deseo toda mi vida, ¿no quieres que me arrime al dulce puerto a descansar de mis pasados trabajos?

MELIBEA.- Queda quedo, señor mío, que del buen pastor es propio trasquilar sus ovejas y su ganado, pero no destruirlo y estragarlo.

CALISTO.- Perdona, señora, a mis desvergonzadas manos, que jamás pensaron en tocar tus ropas con su indignidad y poco mérito y ahora esperan llegar a tu cuerpo gentil y gozar tus lindas y delicadas carnes.

MELIBEA.- (A LUCRECIA, su criada, que está presente.) Apártate allá, Lucrecia.

CALISTO.- ¿Por qué, mi señora? Me alegro de que estén semejantes testigos de mi gloria.

MELIBEA.- Yo no los quiero de mi yerro.

CALISTO.- (La desnuda con delicadeza.) ¡Oh mi amor! Hanse abierto para mí las puertas del cielo y en mis manos siento palpitar la dicha eterna de los santos.

MELIBEA.- (Acariciándolo.) Si hubiera sabido lo que habrías de hacer, no me habría fiado de tu cruel conversación.

CALISTO.- Quedémonos así, eternamente el uno junto al otro, fundidos y confundidos en un solo ser.

MELIBEA.- Mi señor, ¿es esto un sueño? ¿Puede la dicha confundirnos de tal manera? ¿Vivimos? ¿Hemos muerto? ¿No es, acaso, ésta la gloria prometida?

CALISTO.- (Vístese.) Ya quiere amanecer. No me parece que haga una hora que estamos aquí y ya son las tres.

MELIBEA.- Señor, ya que no puedes negar mi amor, no me niegues tu vista de día y de noche. Sea siempre tu venida por este secreto lugar a la misma hora, que siempre te esperaré apercibida del gozo con que quedo. Vete ahora con Dios, que aún no amanece.

CALISTO.- Mozos, poned la escalera.

MELIBEA.- (Vístese.) Señor, yo soy la que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que me haces con tu visita incomparable favor.

(Escúchase un estruendo de riña en la calle.)

CALISTO.- Señora, mi criado Sosia es aquel que grita. Déjame ir a defenderlo, que no lo maten. Dame mi capa.

MELIBEA.-Tente, mio señor, no bajes, que ya se han ido.

CALISTO.- (Se resbala y cae de la escalera.) ¡Válgame Santa María! ¡Muerto soy! ¡Confesión!

SOSIA.- ¡Señor, señor! ¡Tan muerto está como mi abuelo! ¡Oh gran desventura!

h

Escena VIII

LUCRECIA llama a la puerta de la habitación de PLEBERIO.

PLEBERIO.- (Asomándose a la puerta.) ¿Qué quieres, Lucrecia?

LUCRECIA.- (Muy agitada.) Señor, apresúrate, si quieres verla viva, que ya no la conozco de lo desfigurada que está.

PLEBERIO.- Vamos presto.

(Encuentran a MELIBEA en la torre, en trance de arrojarse al vacío.)

MELIBEA.- ¡Ay dolor!

PLEBERIO.- ¿Qué dolor puede ser mayor que el que tengo al verte así, hija mía? Tu madre ha quedado sin seso al oír tu —54→ mal. Aviva tu corazón y ven conmigo a visitarla. Dime, alma mía, la causa de tu sentimiento.

MELIBEA.- ¡Pereció sin remedio!

PLEBERIO.- Hija bienamada, no te desesperes. Si me cuentas tu mal, hallaremos remedio, que no faltan médicos ni medicinas ni sirvientes para buscar tu salud.

MELIBEA.- No es igual a los otros males. Es una mortal llaga en medio del corazón que no me permite hablar. Menester es sacarla para curarla, que está en lo más secreto de él.

PLEBERIO.- . Hija mía Melibea, ¿qué haces sola? ¿Qué deseas decirme? ¿Quieres que suba?

MELIBEA.- Padre mío, no te esfuerces en subir, porque estorbarás lo que quiero decirte. Lastimado serás brevemente con la muerte de tu única hija. Ha llegado mi fin. Llegado es mi descanso y tu pasión, mi alivio y tu pena, mi hora y el tiempo de tu soledad. No necesitarás, honrado padre, instrumentos para aplacar mi dolor, sino campanas para enterrarme. Si me escuchas sin lágrimas, conocerás la causa de mi forzada y alegre partida. No me interrumpas con llantos ni palabras, pues, si lo haces, quedarás más apenado por ignorar por qué me mato, que doloroso por verme muerta. Ninguna cosa me preguntes ni respondas, sino lo que yo quiera decirte. Oye, padre, mis últimas palabras y, si las recibes como espero, no me culpes. Bien ves y oyes el triste y doloroso sentimiento que hace la ciudad toda, el clamor de campanas, el alarido de las gentes, el aullido de los canes, el gran estrépito de armas. De todo ello yo he sido la causa. Yo he cubierto de luto y jergas la mayor parte de la ciudadana caballería. Yo he dejado a muchos sirvientes sin señor y he quitado raciones y limosnas a pobres y vergonzantes. Yo he sido —55→ la ocasión de que los muertos tengan hoy la compañía del más acabado hombre que en gracia nació. Yo he quitado a los vivos el dechado de su gentileza, sus galanas invenciones, sus bordados y atavíos, su habla, su andar, su cortesía y su virtud. Yo he sido la causa de que la tierra goce sin tiempo el más noble cuerpo y la más fresca juventud que había sido creada en nuestra era. Como estarás espantado de mis delitos, quiero aclararte los hechos. Hace un tiempo que penaba por mi amor un caballero que se llamaba Calisto, al que tú bien conociste. Conociste así mismo a sus padres y su claro linaje, sus virtudes y su bondad, que a todos eran manifiestas. Tanta era su pena de amor y tan poco el lugar para hablarme, que descubrió su pasión a una astuta y sagaz mujer a la que llamaban Celestina. Ésta sacó mi secreto amor del pecho. Descubríale a ella lo que a mi querida madre le ocultaba, y así concertó nuestros amores. Vencida de su amor, dile entrada en tu casa. Quebrantó con escalas las paredes de tu huerto, quebrantó mi propósito y perdí mi virginidad. Vino esta pasada noche y, como las paredes eran altas, la noche oscura, la escala delgada, los sirvientes poco diestros y él bajaba presuroso al escuchar un ruido, no vio bien los pasos, puso su pie en el vacío y se cayó. De la triste caída sus más escondidos sesos quedaron repartidos por las piedras y las paredes. Cortaron las hadas sus hilos, cortáronle sin confesión su vida, cortaron mi esperanza, cortaron mi gloria, cortaron mi compañía. ¿Qué crueldad sería, padre mío, muriendo él despeñado, que viviese yo penada? Su muerte convida a la mía. Convídame y es forzoso que sea presto, sin dilación. Salúdame a mi cara y amada madre: sepa de ti largamente la triste razón por la que muero. ¡Gran placer tengo en no verla ahora! Toma, padre mío, los dones de tu vejez, que en largos días largas se sufren las tristezas. Recibe las arras de tu senectud antigua. Gran dolor llevo de mí, mayor de ti y aún mayor de mi vieja madre. Dios quede contigo y con ella. A él ofrezco mi alma. Pon tú en cobro este cuerpo que allá baja. (Se arroja de la torre.)


—56→

Escena IX

PLEBERIO ingresa a su habitación llorando y cargando en sus brazos el cuerpo sin vida de MELIBEA.

ALISA.- ¿Qué es esto, señor Pleberio? ¿Por qué das tan fuertes alaridos? Dime la causa de tus quejas. ¿Por qué maldices tu honrada vejez? ¿Por qué te arrancas tus cabellos canos? ¿Por qué te hieres la cara? ¿Qué le ha ocurrido a Melibea? Por Dios, dímelo, porque, si ella pena, yo no quiero seguir viviendo.

(PLEBERIO deposita el cuerpo de MELIBEA en el suelo con sumo cuidado. ALISA se arroja sobre él llorando.)

PLEBERIO.- Pleberio. ¡Ay, ay, noble mujer! Nuestro gozo en un pozo. Nuestro bien todo se ha perdido. ¡No queramos vivir más! ¿Para qué? Mira aquí a la que tú pariste y yo engendré, hecha pedazos. ¡Oh mi hija y mi bien todo! Crueldad sería que viva yo sobre ti. Más dignos eran de la sepultura mis sesenta años que tus veinte. ¡Oh mis canas, salidas para conocer el dolor! Mejor gozara de ellas la tierra que de tus rubios cabellos. ¡Mujer! Levántate y, si alguna vida te queda, gástala conmigo en tristes gemidos. Ahora perderé contigo, mi desdichada hija, los miedos que cada día me atemorizaban. Tu sola muerte me hace a mí seguro de sospecha. ¿Qué haré cuando entre en tu cámara y la halle vacía? ¿Qué haré cuando no me respondas, si te llamo? ¿Quién podrá cubrir la falta que tú me haces, el vacío que me dejas? Nadie perdió lo que yo he perdido el día de hoy. ¿Quién forzó a mi hija a morir, sino la fuerte fuerza del amor? ¡Oh amor, amor, que no pensé que tuvieras fuerza ni poder para matar a quienes a ti están sujetos! Herida fue por ti mi juventud y por medio de tus brasas pasé. ¿Cómo me soltaste entonces, para cobrarme la paga de mi fuga en mi vejez? Pensé que me había librado de tus brazos. No pensé que tomaras en los hijos la venganza de los padres. —57→ ¿Quién te dio tanto poder? ¿Quién te puso un nombre que no te conviene? Dulce nombre te dieron, pero amargos hechos ejecutas. Bienaventurados los que no conociste o por los que no te interesaste. Enemigo de toda razón, a los que menos te sirven das mayores dones. Enemigo de amigos, amigo de enemigos, ¿por qué te riges sin orden ni concierto? Del mundo me quejo. ¡Oh mi compañera buena, oh mi hija despedazada! ¿Por qué no tuviste lástima de tu querida y amada madre? ¿Por qué te mostraste tan cruel con tu viejo padre? ¿Por qué me dejaste, cuando yo te había de dejar? ¿Por qué me dejaste penado? ¿Por qué me dejaste triste y solo in hac lachrymarum valle?

PLEBERIO y ALISA, abrazados, se arrodillan en el suelo junto al cuerpo de su hija, mientras lentamente va cayendo el

TELÓN

"La balada de Johnny Sosa"

Mario Delgado Aparaín

Sería por los últimos días, cuando el negro Johnny Sosa todavía se extasiaba mirando a través del agujero en la pared de adobe, mientras esperaba con la ansiedad de los niños a que se hiciese la hora del espacio fértil de la madrugada.

En esos ratos, contorneadas por el entresueño y la pequeña grieta, adivinaba más que veía las azuladas siluetas de las últimas casas de Mosquitos. Agitadas por el severo bamboleo de los eucaliptus, enfilados por el camino hacia el norte de ninguna parte, las viviendas podían verse en lo invisible o bien quedarse sin forma, Johnny debía forzar el ojo por el agujero y preguntarse con la voz de pedregullo de los recién levantados, si aquello que estaba viendo y que tanto se estiraba y volvía a recogerse eran casas, sombras o camiones.

En ocasiones la oscuridad era tan densa que, por más que se esforzara, por el agujero no veía más que ladridos… Cuando el tiempo era tan malo y las cosas eran así, se apostaba en la silla enana, el mate caliente y recién verde entre las manos, la caldera cercana a los tobillos y se pasaba el rato cerrando un ojo, apenas dejándose ir y tratando con el otro los misterios del hueco, aquello de si las sombras eran casas o camiones, hasta que al fin se hacía la hora de encender la " spika" de dos pilas y se deshacía de la ensoñación.

A partir de entonces, entero, sin nada ni nadie que lo pudiese perturbar, mientras la rubia Dina dormía al otro lado de la cortina de arpillera sabiéndole sus sueños en voz alta, Johnny se entregaba religiosamente de siete a ocho a escuchar la biografía de Lou Brakley y a echar cálculos del tiempo que le faltaba para aproximarse a una historia semejante…

Johnny pensaba que esos destinos sólo se daban en un país como el de Lou Brakley. Sospechaba que acá, por más que se lo hubiera propuesto cuando tenía diez o doce años, jamás hubiera tenido la oportunidad de competir con sus canciones en uno de aquellos festivales de fonoplatea o en alguna de las playas de la Costa de Oro, como " Los Titanes" o " Shangrilá" , balnearios que se le antojaban lejanos y habitados por los hijos del capitán Grant, y que tanto había oído nombrar cuando comenzaron a hacerse famosos los festivales de costa a costa y, con ellos, también los ele gidos.

Tampoco era muy probable que un contratista de músicos se dejara caer por Mosquitos, preguntando en el bar " Euskalduna" , con la boca llena de una milanesa al paso, por la existencia de un tal Johnny Sosa, cuyas mentas de gran garganta y ángel sólido, habían llegado hasta las orejas del contratista en alguna rueda de especialistas indolentes.

" Macanas, eso no va a pasar en Mosquitos" , rezongaba en la soledad de la cocina, riendo bajito de su propia resignación. Sencillamente porque era negro. Y de ahí en adelante, nada que ver con Lou Brakley. Y menos posible aún, más lejano todavía estaba lo del disco propio. Por lo menos por un par de siglos, sospechaba que a nadie se le iba a ocurrir instalar en el pueblo uno de esos estudios de "grábate a ti mismo"

Para entonces, mientras todo eso le pasaba por la cabeza, la rubia Dina había aparecido con la mirada oblicua y su camisón floreado en la cocina y fue ella quien apagó los hirientes estremecimientos de la radiolita de dos pilas. Con un fastidio friolento…

Pero Johnny ni reparó en su presencia, ni le dijo buen día mi rubia como siempre le decía, ni tampoco pareció escuchar nada de lo que ella le había comentado. Permanecía ausente, sumido con un solo ojo por el agujero en el adobe, pero sin ver ninguna de las confusas figuras que antes veía. " No son casas" , confirmó sin sorpresa.

Y como el negro Johnny sencillamente miraba y lo que estaba viendo estaba siendo, retiró el ojo del hueco y sentenció: " Andá a vestirte" , dijo entonces. " Esta vez son camiones" .

Los camiones del ejército no entraron en el pueblo, permanecieron en el mismo lugar donde los había dibujado la cerrazón de aquella mañana de junio, alineados bajo la hilera de eucaliptus. Se quedaron así, fríos como un monumento, sembrando un gran misterio en las inmediaciones, sin que nadie bajara de ellos a modificar la escena.

Recién al amanecer del segundo día apareció, casi ocultando los vehículos, un puñado de carpas grises y gigantescas, asombrosamente tristes, como las de esos circos brasileros que están a punto de actuar por última vez.

Sobresaltados por el clarín de la madrugada, muchos habitantes de las afueras terminaron por salir a los patios …


QUEDAMOS AQUI PARA SEGUIR(próximo martes 25 de junio)

En realidad la gente sólo intercambiaba suposiciones, cálculos inexactos tratando de interpretar a aquellos hombres que operaban como si estuviesen solos en medio de un desierto, sin importarles las interrogantes que dejaban detrás. Nadie podía acercarse a más de un par de cuadras del campamento para salir de dudas, debido al severo cordón de guardias armados a guerra que circundaba el predio...

Como de todas formas Johnny no estaba hecho para esos misterios ni era un apasionado de las cosas divinas, el sábado más próximo, le preguntó a la rubia Dina qué gravedad tendría lo que estaba ocurriendo,

El negro Johnny no supo qué decir a todo eso. Pero prometió, mientras acondicionaba sus motas alámbricas con el peine de hueso, que esa noche traería noticias frescas del " Chantecler" , que seguramente la Terelú le diría algo de esa mala historia en la madrugada del fin de semana.

…………………………………………………

El paisaje del " Chantecler" , empobrecido a medida que transcurrían las horas, se modificó de pronto. Un par de soldados de los que andaban pisoteando las quintas, atrajo la atención de los parroquianos hacia la puerta.

Estaban plantados en la vereda, con los fusiles descansando entre las botas, pero sin decidirse a entrar.

Mientras conversaba con el locutor de la radio de Mosquitos, Melías Churi , preguntó Johnny con cierto ardor " -¿Por qué todo eso no lo dijo por la radio? ", sospechando al mismo tiempo que los soldados terminarían por entrar al quilombo.

Entonces, cuando estuvo más próximo, en un murmullo contestó: "No lo dije porque dieron el golpe de estado" .

" ¿En Mosquitos? " , se sorprendió Johnny.

" En todo el mundo" , respondió el locutor. Y sin abandonar el volumen mustio de la voz,

El locutor se inclinó nuevamente sobre la mesa, para dar por terminado el encuentro: " Ahora déjame tranquilo porque esto no te conviene... " , dijo con un fastidio firme y bajito

Inseguro, sin saber cómo hacer para evitar la apariencia de un infeliz al margen de las cosas, el negrazo se sintió obligado a levantarse y miró a su alrededor para comprobar si había gente suficiente que justificara un par de canciones más a esa hora de la madrugada.

Con un gesto imperioso mientras se acercaba, el pálido Tomé Cara de Humo le cortó el paso y le preguntó si no valdría la pena suspender el espectáculo y empujar hacia sus casas al resto de los trasnochados.

Johnny dijo que no. Y con el aire absorto de un muchacho acostumbrado a jugar solo, agregó que le habían entrado unas ganas locas de entregarle al público un par de canciones más y que era eso lo que iba a hacer...

Se quedó mirando un momento al auditorio y aspiró vagos indicios de perfume, olores distantes, hombrunos y atabacados, pero que se le antojaron infinitamente más fríos que otras noches de sábado.

Cuando comenzó a decir que " para cerrar la noche, damas y caballeros, les voy a brindar una conocida composición" , los soldados que hasta entonces habían permanecido en la vereda dialogando entre ellos, entraron a paso firme en el salón, flanqueando a un oficial con las mangas de la camisa arrolladas por encima de los codos.

Se dirigieron directamente al rincón donde el locutor se esforzaba por atender las palabras del cantante. Cuando estuvo a poco más de un paso, el oficial preguntó con áspera claridad si su nombre era Melías Churi, agregando que, sí en efecto lo era, que pusiese las manos juntas sobre la mesa.

Desde su altura, aumentada por el escenario, sin perder de vista los acontecimientos, Johnny golpeó las tablas con su taco tejano, contó " uán, chú, trí... " , penetró el humo de los cigarros y se introdujo de pronto en una furiosa versión de "Tutifruti", que hizo estremecer las escuálidas estanterías del " Chantecler" .

Las mujeres que aún permanecían entre las mesas se pusieron de pie y comenzaron a aplaudir rabiosamente, gritaban " ¡bien, cosita, bien!" , mientras a espaldas de ellas se llevaban al locutor de la emisora de Mosquitos.

El santo y seña para el despilfarro de autoridad, se produjo apenas seis meses después de la aparición del destacamento militar en las afueras del pueblo, cuando un grupo de soldados vistiendo ropas de fajina, terminó con la mudanza del coronel Werner Valerio al centro de Mosquitos.

Acobardado por la vida de campaña en aquellas carpas zurci das y grises, el alto oficial decidió que el momento de abandonar las había llegado, mandó, buscar a su mujer y su hijo a Paso de los Toros y se fue a vivir a una casa decorosa ubicada a dos o tres cuadras de la plaza.

La flamante vivienda del coronel Valerio, techo de tejas rojas y santuario empotrado en la pared bajo el porche, había dejado de pertenecer abruptamente a un viejo dentista de ideas torcidas, quien al cabo de pocas semanas terminó con sus huesos en un cuartel ignoto con la finalidad de purgar una ristra de delitos indiscutibles.

Al poco tiempo, los soldados ya estaban construyendo un grupo de lustrosas barracas canadienses, ampliadas con los años a medida que fueron obteniendo nuevos permisos, que una vez terminadas de barnizar, fueron rodeadas por un blando muro de enredaderas.

Por su parte, los oficiales optaron por entrar a Mosquitos y seguir el ejemplo del coronel, que desde los primeros días de su residencia en el centro, comenzó a insinuar su costumbre de sentarse en el porche al atardecer, a tomar mate en un gigantesco porongo forrado con huevo de toro. Desde allí, en silencio, fue siguiendo el quehacer de sus oficiales, que lentos pero seguros, tomaron una a una las casas que fueron necesarias, llevaron allí sus mujeres de vestidos estampados y empezaron luego a trabajar sobre la moral de la gente…

Nerviosos por el pasado hacinamiento de las carpas, los soldados se lanzaron a estirar las piernas por el pueblo y en menos de una semana ya estaban pidiendo documentos a cuanto atrevido mirase sus cascos con antipatía o llevándose los sospechosos a las barracas. Una vez allí, no era difícil que sentaran a los infelices en una silla mirando hacia la pared y les hicieran escuchar la música atronadora de " La arañita de Martita" , una cumbia colombiana que, por orden de un alférez de veinte años, debía durar seis horas ininterrumpidas sobre la oreja, antes de comenzar a dialogar con el sospechoso.

Así fue como en Mosquitos, hasta entonces endulzado por la armonía empobrecida de los años y los faroles nocturnos, comenzó a desentramarse un sentimiento desconocido entre los pobladores, que los inducía a cruzarse de vereda cuando venía otro y a enemistarse entre sí por desconfianzas nunca dichas.

En una oportunidad, próxima a las primeras navidades, mientras rodeaba a su marido con platitos de queso, rodajas de salame y cuadrados de matambre, la mujer del coronel respiró hondo el olor de los jazmines y le comentó que era una pena que esas flores tuviesen tan corta vida.

El hombre tuvo un pensamiento crítico para el comentario y antes de darle una sonora chupada al mate, dijo con ese humor que a ella le inspiraba tanta seguridad: " Tal como vamos dominando la situación, el año que viene esos jazmines van a durar tres meses" .

------------------------------------------------------------------

QUEDAMOS AQUI PARA SEGUIR(próximo jueves 27 de junio)


Un día, luego de haber hecho la limpieza en la casa del doctor Fronte, la rubia Dina se había encontrado con el cura que volvía de cambiar novelas en el quiosco de Santana y estuvieron hablando del tema con reproches sentenciosos de parte del párroco. Ocurrió en medio de la plaza y muy a pesar de él. Se veía a las claras que le caía torcido eso de andar hablan do a la intemperie con una mujer que vivía en concubinato y que se negaba al sacramento.

"Es hora de que tu hombre deje de andar payaseando en ese sitio que tú sabes" , dijo el cura Freire.

Ella pensó que si esas palabras hubieran salido de la boca del libanés de la mercería o de un civil cualquiera, lo hubiera mandado al carajo sin más trámite y hubiera seguido su camino... Pero sabía que andar mal avenido con el cura, significaba condenarse …y lo único que se atrevió a preguntar, fue de qué iba a vivir Johnny si no cantaba en los quilombos, porque a ella también le gustaría que su negro tu viese oportunidades en cualquier sitio, menos en aquel que estaba frecuentando por necesidad.

Con la cara enrojecida por los vinos de la viuda de Paroli, el hombre de la sotana reflexionó al rayo del sol sobre lo que había dicho la rubia y al fin…

Este le comentó que ya había estado hablando de la situación de Johnny con el coronel Werner Valerio, cuando se trató en la junta de vecinos la posibilidad de cerrar de una vez por todas esos lugares dominados por las mujeres brasileras.

"Todo el mundo asegura que Johnny tiene una voz formidable" , dijo el cura. " Pero sería bueno que empezara a preguntar se dónde va a seguir cantando, luego de que cierren ese mugriento lugar" .

…Agregó además que si Johnny se preocupase por cantar en castellano, el maestro Di Giorgio podría ocuparse de él y formalizar, cuando llegase el momento, su ingreso en una orquesta con cierto futuro.


Cuando Johnny la vio llorar como no había llorado nunca, le removió el alma su empeño por darle vuelta la pisada al destino de ambos y pensó que dos mujeres como la rubia Dina no iba a encontrar aunque naciese de nuevo, de modo que, de allí en adelante, si se preciaba de buen sujeto, debía tener en cuenta la opinión de alguien que se había jugado a vivir con un perdedor.

Silencioso, confundido, Johnny pasó varios días sin decidirse. Anduvo de aquí para allá sin respiro… "Carajo, ¿qué será de la vida de Melías Churi? " , se preguntaba…

Era evidente que se sentía miserable, sin guía y lo que era peor, a punto de perder lo poco que había arriesgado y desafiado para ser un cantante con historia propia…

Sentado en la silla enana detrás de las hortensias, mirando sin ver lo que había hecho, sabía que a su espalda, por la ventana abierta, la rubia Dina le taladraba la nuca, exasperada por la espera de que tomara de una buena vez una decisión en la vida.

" Esta bien" , dijo Johnny. "Voy a hablar con el maestro Di Giorgio aunque no sepa lo que va a hacer conmigo" . Ella lo observó con los ojos abrillantados,

El maestro Di Giorgio era un viejo tenor de cierta estirpe y una historia de odio muy detrás, algo de un rostro de mujer quemado con ácido muriático y un violinista traidor metido en medio…el italiano se las había ingeniado desde un principio para frecuentar el parrillero del doctor Fronte y alcahuetear al coronel Valerio...

En medio del humo de los chorizos que el coronel daba vueltas y más vueltas con una hoja de bayoneta, Johnny quedó anonadado y silencioso por la propuesta.

…Y mirando a Johnny recogido, casi invisible en un rincón del patio donde la luz casi no daba, agregó: " Puedo hacerte famoso, muchacho" .

Con un engañoso aire de ausencia, como si tuviese ganas de estar solo, el coronel se limitó a un largo trago de escocés antes de volver a las brasas.

-------------------------------------------------

" Bueno, muchacho... ¿en qué quedamos? " , preguntó de pronto el maestro. " ¿Te gusta la idea de cantar en castellano y sonreír como hacen todos los cantantes? "

Y Johnny no contestaba nada

" Sé lo que estás pensando, muchacho" , dijo. " Tendrás que ponerte los dientes que te faltan y luego venir a mi casa a recibir clases de canto. Vas a empezar de cero y con mucha humildad... "

"A cantar boleros" , dijo Johnny.

" Esperaba que dijeras eso" , sonrió el coronel, sin dejar de mascar con la boca abierta. " Mañana vas a las barracas y le decís al dentista que sos el cantante del coronel Valerio. El va a entender... "

Al otro día Johnny entrando en el cuartel se cruzó con un soldado que agresivamente le cortó el paso..levantando los ojos en una rápida ojeada, vio la chupada cara dentro del casco y no pudo reprimir la tentación de usar un poco de esa efímera jerarquía que suelen otorgar algunas palabras de presentación

" No te entusiasmes, Gutiérrez", dijo en voz baja pero firme, " El dentista me está esperando. Andá y decile que está el cantante del coronel".

Al fin, una mañana de oportuna llovizna y tiempo loco, con los dedos trenzados sobre la barriga y rígido como un palo sobre el sillón del dentista, Johnny lo vio venir definitivo luego de nume rosas pruebas de ingenieria...

" Increíble" , comentó el gordo, levantándole el labio superior frente a un espejo de los que agigantan las imágenes. Sin decir nada, Johnny comprobó allí no más que era un buen trabajo el que le habían hecho...

Cuando llegó al rancho, la rubia Dina estaba descosiendo una camisa muy vieja para hacer repasadores y al verlo entrar al patio, los labios más abultados que de costumbre, supo que se trataba de un nuevo hombre. Tiró a un lado el traperío, le hurgó las costillas para obligarlo a sonreír para ella y luego se abrazó con fuerza a su cuerpo…

" Cantá para mí" , dijo ella de pronto…

Y Johnny cantó. Arrugó la frente como si se hiciera cargo de dolores ajenos, ensayó maneras nuevas que el espejo devolvió intactas …

Pero cuando Johnny hubo terminado, y se quedaron ojo con ojo …" ¿Qué piensan hacer conmigo? " , dijo, sin esperar respuesta, dejando lentamente la guitarra a un lado.

Ella tampoco lo sabía.

Durante algún tiempo Johnny anduvo conviviendo con las tormentas más crudas del alma y entre otras cosas no tuvo muy claro si aquellos que intentaban conducirlo de la mano hacia el triunfo, lo estaban queriendo como a un hijo menor o como a un caballo de carrera.


Una tarde desprevenido por el silencio de la siesta, de narices se dio con el gigantesco operativo militar destinado a aislar el viejo caserón donde vivían las tres maestras del pueblo. Acogotados por las cuerdas de los sargentos, los perros flanqueaban al coronel Valerio entrando a la casa con la camisa arremangada y la pistola en la mano. Mientras adentro ocurría lo desconocido, un camión tol dado se abrió paso entre la guardia ceñida que cerraba la calle y atracó de culata frente a los malvones del portón, para que descendieran con enloquecida comodidad una decena de hombres que se perdieron entre las plantas del jardín.

Al cabo de un rato, a marcha de trote, emergieron nuevamente arreando a las tres mujeres con las cabezas cubiertas. De modo que Johnny no pudo saber cuál era la directora Erminia, organizadora de memorables beneficios en la escuela.

Pocos días después del incidente, el coronel Werner Valerio se encontraba en su despacho de las barracas revisando legajos de vidas íntimas, cuando llegó un oficial de investigaciones a comunicarle que Johnny Sosa, el cantor, había dado, a su entender, el primer mal paso.

Al fin el coronel sopleteó su fatiga, bajó los ojos y le preguntó al hombre de la silla qué era eso del mal paso dado por el negro Johnny Sosa.

El sujeto hizo ondular su bigotillo erizado sobre el labio superior y se puso de pie, comentando que el cantor que le había tocado en suerte había salido muy temprano de su rancho en el repecho, para afincarse buena parte de la mañana en el bar " Euskalduna" y hacer algunos comentarios extraños ante los parroquianos.

El coronel puso una expresión indefinida, entre la molestia profunda y cierta demolición interior…

" ¿Comentarios extraños? " preguntó. " ¿Qué comentarios extraños?

En realidad, era estrictamente cierto: " No voy más a lo del viejo Di Giorgio" , fue la frase exacta. La expresó en voz ostensiblemente alta en el bar " Euskalduna" , frente a la plaza,

El vasco Euskalduna, dueño del bar se sorprendió cuando se enteró de que el negro Johnny Sosa, de la mano del maestro Di Giorgio y otros alcahuetes del coronel Valerio, había abandonado su vida anterior para emúlar trayectorias como la de Lucho Gatica o Antonio Prieto, con la intención de pellizcar algún triunfo acomodado de antemano en los festivales de Costa a Costa.

"Cantando canciones de segunda mano no va a llegar a ningún lado" , había sentenciado el vasco. " Al negro Johnny lo van a arruinar y va a terminar cantando como cualquier negro en la banda del cuartel" .

" Dentro de poco lo vamos a ver de uniforme carpiendo los jardines de los oficiales" , decían los parroquianos. " A esta altura lo veo clarito haciéndole los mandados a la mujer del coronel" , decían otros.

Por eso, al escuchar la frase doblemente repetida de abandonar las clases de bolero con el viejo Di Giorgio, el vasco Euskalduna levantó la mirada hacia donde el negro estaba…

" Se te va a armar lío" , fue lo único que se le ocurrió decir.

" Fue lo único que dijo el vasco del bar" , comentó el oficial de bigotillos erizados,

" ¿Y el negro qué dijo? " , preguntó el coronel.

" Nada. No dijo nada. Se rió nomás, le mostró los dientes nuevos que le pusimos nosotros y se fue del bar. Y ahí terminó la cosa, coronel" , dijo el otro,

" ¿Y usted qué piensa de todo eso? " , siguió preguntando el coronel Valerio.

El otro se sorprendió y trajo rápidamente la mirada al escritorio.

" Pienso que está mal, mi coronel" , dijo recomponiéndose en la silla. " Pienso que hay que ser más agradecido con los que hacen algo por uno, porque si un suponer a mí me hubieran regalado los dientes como a ese negro traidor, yo no tendría vergüenza de andar diciendo donde cuadre que gracias a usted yo puedo mascar galletas y hasta baldosas con esos dientes. Pero usted ya sabe, mi coronel, cómo son estos negros, porque ya le digo: si hubiera sido yo... " " La macana es que usted no sabe cantar" , cortó el coronel.

Esa noche el negro Johnny ya había tomado una decisión, cuando entró al Chantecler

Le dijo la Terelú " Se dice que van a cerrar el Chantecler" , , parpadeando en el escondido reproche que coloreaba las palabras, dando a entender que muchas cosas habían cambiado desde que él se había decidido a abandonar el quilombo para aprender boleros y melodías con el enemigo.

El negro se encogió de hombros, pero sin desprecio. Dijo que no veía por qué el " Chantecler" se iba a salvar del mismo destino ininteligible de Melías Churi, de la maestra Erminia y las otras personas que las habían desaparecido,

" ¿Quieren hacer lo mismo contigo? " , preguntó ella. " No. Pero me quieren convertir en un fenómeno, en un cantante de boleros para ganar todos los festivales del verano. Es casi lo mismo" , dijo.

" Tal vez tengas razón, Johnny" , dijo ella.

" La tengo, claro que la tengo" , dijo él, " Y No voy a ser el ternero de dos cabezas de Mosquitos" .

" Un fenómeno de la naturaleza, un castigo de Dios como decían algunos hijos de puta" , dijo Johnny. "Y esto es igual, hay gente que lo confunde a uno con un ternero de esos" .

" El agua estaba clarita y cayó mierda a la cachimba" , dijo Johnny, viendo aparecer como por encanto, al otro extremo del mostrador, entre dos sujetos de cabeza esquilada, a la figura apenas descollante del oficial de bigotillos erizados. " Esta noche quiero cantar" , dijo. " Traeme la viola, Tere... "

'Estás loco, mi negro" , dijo ella con los ojos brillantes.

Y ahí estuvo Johnny cantando rabiosamente un par de canciones que estremecieron a todo el público…

Entonces durante un descanso aparecieron en el escenario los soldados con el oficial de los bigotes y este le dijo en la cara al negro Johnny " Perdiste, hermano" … " El coronel quiere que le devuelvas todo lo que generosamente te dio…" .

A Johnny se le secó la garganta y sintió miedo y pidió como último favor ir al baño…porque había tomado mucho…

Al rato al ver que el negro demoraba más de lo habitual, los militares rápidamente se dirigieron a los retretes y tirando la puerta a patadas, con el de bigotillos erizados prometiendo a Dios que iba a cagar a tiros al negro allí mismo…pero sólo encontraron el tibio olor del amoníaco sin dueño, cada vez más tenue a medida que se fugaba por la ventana abierta del meadero.

Para entonces, bajo un cielo negro y sin estrellas, donde la luna apenas brillaba con cierta humanidad, el negro Johnny estaba sorprendentemente lejos. Corría como un enloquecido, boleándose una y otra vez sobre los alambrados o volando tortuosamente sobre chacras interminables, respirando la madrugada a todo lo que le daban sus piernas hechas para bailar.

Y por más que se alejaba de Mosquitos a campo traviesa sin haber tomado la precaución de averiguar dónde diablos quedaba la frontera que habían cruzado algunos sediciosos , igual, en medio del resuello y los escozores de la disparada, se dio el placer de dibujar una sonrisa pensando que por primera vez en su vida, por más que no hubiera esperanza de festejarlo, y por una noche al menos, el ternero de dos cabezas los había jodido, bien, pero bien jodido.

Se terminó de imprimir en Prisma ltda., Gaboto 1582, Montevideo en el mes de junio de 1991. Edición hecha al amparo del art. 79 de la ley 13. 349 (Comisión del Papel) D. L. 241. 014/91

PORTADA: Villa.

EDICIONES DE LA BANDA ORIENTAL

¡Crea tu página web gratis! Esta página web fue creada con Webnode. Crea tu propia web gratis hoy mismo! Comenzar