La pradera (título original en inglés: The Veldt) es un cuento de ciencia ficción escrito por el autor Ray Bradbury que fue publicado originalmente como "The World the Children Made" (El Mundo hecho por los Niños) en la edición del 23 de septiembre de 1950 de The Saturday Evening Post, más tarde reeditado en la antología The Illustrated Man (El hombre ilustrado) en 1951. Dicha antología es una colección de cuentos que mayoritariamente fueron publicados con anterioridad de forma individual en diferentes revistas.
La pradera
—George me gustaría que le echaras un ojo al cuarto de jugar de los niños.
—¿Qué le pasa?
—No lo sé.
—Pues bien, ¿y entonces?
—Sólo quiero que le eches una ojeada, o que llames a un psicólogo para que se la eche.
—¿Y qué necesidad tiene un cuarto de jugar de un psicólogo?
—Lo sabes perfectamente —su mujer se detuvo en el centro de la cocina y contempló uno de los fogones, que en ese momento estaba hirviendo sopa para cuatro personas—. Sólo es que ese cuarto ahora es diferente de como era antes.
—Muy bien, echémosle un vistazo.
Atravesaron el vestíbulo de su lujosa casa insonorizada cuya instalación les había costado treinta mil dólares, una casa que los vestía y los alimentaba y los mecía para que se durmieran, y tocaba música y cantaba y era buena con ellos. Su aproximación activó un interruptor en alguna parte y la luz de la habitación de los niños parpadeó cuando llegaron a tres metros de ella. Simultáneamente, en el vestíbulo, las luces se apagaron con un automatismo suave.
—Bien —dijo George Hadley.
Se detuvieron en el suelo acolchado del cuarto de jugar de los niños. Tenía doce metros de ancho por diez de largo; además había costado tanto como la mitad del resto de la casa. «Pero nada es demasiado bueno para nuestros hijos», había dicho George.
La habitación estaba en silencio y tan desierta como un claro de la selva un caluroso mediodía. Las paredes eran lisas y bidimensionales. En ese momento, mientras George y Lydia Hadley se encontraban quietos en el centro de la habitación, las paredes se pusieron a zumbar y a retroceder hacia una distancia cristalina, o eso parecía, y pronto apareció una sabana africana en tres dimensiones; por todas partes, en colores que reproducían hasta el último guijarro y brizna de paja. Por encima de ellos, el techo se convirtió en un cielo profundo con un ardiente sol amarillo.
George Hadley notó que la frente le empezaba a sudar.
—Vamos a quitarnos del sol —dijo—. Resulta demasiado real. Pero no veo que pase nada extraño.
—Espera un momento y verás —dijo su mujer.
Los ocultos olorificadores empezaron a emitir un viento aromatizado en dirección a las dos personas del centro de la achicharrante sabana africana. El intenso olor a paja, el aroma fresco de la charca oculta, el penetrante olor a moho de los animales, el olor a polvo en el aire ardiente. Y ahora los sonidos: el trote de las patas de lejanos antílopes en la hierba, el aleteo de los buitres. Una sombra recorrió el cielo y vaciló sobre la sudorosa cara que miraba hacia arriba de George Hadley.
—Unos bichos asquerosos —le oyó decir a su mujer.
—Los buitres.
—¿Ves?, allí están los leones, a lo lejos, en aquella dirección. Ahora se dirigen a la charca. Han estado comiendo —dijo Lydia—. No sé el qué.
—Algún animal —George Hadley alzó la mano para defender sus entrecerrados ojos de la luz ardiente—. Una cebra o una cría de jirafa, a lo mejor.
—¿Estás seguro? —la voz de su mujer sonó especialmente tensa.
—No, ya es un poco tarde para estar seguro —dijo él, divertido—. Allí lo único que puedo distinguir son unos huesos descarnados, y a los buitres dispuestos a caer sobre lo que queda.
—¿Has oído ese grito? —preguntó ella.
—No.
—¡Hace un momento!
—Lo siento, pero no.
Los leones se acercaban. Y George Hadley volvió a sentirse lleno de admiración hacia el genio mecánico que había concebido aquella habitación. Un milagro de la eficacia que vendían por un precio ridículamente bajo. Todas las casas deberían tener algo así. Claro, de vez en cuando te asustaba con su exactitud clínica, hacía que te sobresaltases y te producía un estremecimiento, pero qué divertido era para todos en la mayoría de las ocasiones; y no sólo para su hijo y su hija, sino para él mismo cuando sentía que daba un paseo por un país lejano, y después cambiaba rápidamente de escenario. Bien, ¡pues allí estaba!
Y allí estaban los leones, a unos metros de distancia, tan reales, tan febril y sobrecogedoramente reales que casi notabas su piel áspera en la mano, la boca se te quedaba llena del polvoriento olor a tapicería de sus pieles calientes, y su color amarillo permanecía dentro de tus ojos como el amarillo de los leones y de la hierba en verano, y el sonido de los enmarañados pulmones de los leones respirando en el silencioso calor del mediodía, y el olor a carne en el aliento, sus bocas goteando.
Los leones se quedaron mirando a George y Lydia Hadley con sus aterradores ojos verde-amarillentos.
—¡Cuidado! —gritó Lydia.
Los leones venían corriendo hacia ellos.
Lydia se dio la vuelta y echó a correr. George se lanzó tras ella. Fuera, en el vestíbulo, después de cerrar de un portazo, él se reía y ella lloraba y los dos se detuvieron horrorizados ante la reacción del otro.
—¡George!
—¡Lydia! ¡Oh, mi querida, mi dulce, mi pobre Lydia!
—¡Casi nos atrapan!
—Unas paredes, Lydia, acuérdate de ello; unas paredes de cristal, es lo único que son. Claro, parecen reales, lo reconozco… África en tu salón, pero sólo es una película en color multidimensional de acción especial, supersensitiva, y una cinta cinematográfica mental detrás de las paredes de cristal. Sólo son olorificadores y acústica, Lydia. Toma mi pañuelo.
—Estoy asustada —Lydia se le acercó, pegó su cuerpo al de él y lloró sin parar—. ¿Has visto? ¿Lo has notado? Es demasiado real.
—Vamos a ver, Lydia…
—Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean nada más sobre África.
—Claro que sí… Claro que sí —le dio unos golpecitos con la mano.
—¿Lo prometes?
—Desde luego.
—Y mantén cerrada con llave esa habitación durante unos días hasta que consiga que se me calmen los nervios.
—Ya sabes lo difícil que resulta Peter con eso. Cuando le castigué hace un mes a tener unas horas cerrada con llave esa habitación…, ¡menuda rabieta cogió! Y Wendy lo mismo. Viven para esa habitación.
—Hay que cerrarla con llave, eso es todo lo que hay que hacer.
—Muy bien —de mala gana, George Hadley cerró con llave la enorme puerta—. Has estado trabajando intensamente. Necesitas un descanso.
—No lo sé… No lo sé —dijo ella, sonándose la nariz y sentándose en una butaca que inmediatamente empezó a mecerse para tranquilizarla—. A lo mejor tengo pocas cosas que hacer. Puede que tenga demasiado tiempo para pensar. ¿Por qué no cerramos la casa durante unos cuantos días y nos vamos de vacaciones?
—¿Te refieres a que vas a tener que freír tú los huevos?
—Sí —Lydia asintió con la cabeza.
—¿Y zurcirme los calcetines?
—Sí —un frenético asentimiento, y unos ojos que se humedecían.
—¿Y barrer la casa?
—¡Sí, sí…, claro que sí!
—Pero yo creía que por eso habíamos comprado esta casa, para que no tuviéramos que hacer ninguna de esas cosas.
—Justamente es eso. No siento como si ésta fuera mi casa. Ahora la casa es la esposa y la madre y la niñera. ¿Cómo podría competir yo con una sabana africana? ¿Es que puedo bañar a los niños y restregarles de modo tan eficiente o rápido como el baño que restriega automáticamente? Es imposible. Y no sólo me pasa a mí. También a ti. Últimamente has estado terriblemente nervioso.
—Supongo que porque he fumado en exceso.
—Tienes aspecto de que tampoco tú sabes qué hacer contigo mismo en esta casa. Fumas un poco más por la mañana y bebes un poco más por la tarde y necesitas unos cuantos sedantes más por la noche. También estás empezando a sentirte innecesario.
—¿Y no lo soy? —hizo una pausa y trató de notar lo que de verdad sentía interiormente.
—¡Oh, George! —Lydia lanzó una mirada más allá de él, a la puerta del cuarto de jugar de los niños—. Esos leones no pueden salir de ahí, ¿verdad que no pueden?
Él miró la puerta y vio que temblaba como si algo hubiera saltado contra ella por el otro lado.
—Claro que no —dijo.
++++++++++++++++se continúa el miércoles 6/5
Cenaron solos porque Wendy y Peter estaban en un carnaval plástico en el otro extremo de la ciudad y habían televisado a casa para decir que se iban a retrasar, que empezaran a cenar. Conque George Hadley se sentó abstraído viendo que la mesa del comedor producía platos calientes de comida desde su interior mecánico.
—Nos olvidamos del ketchup —dijo.
—Lo siento —dijo una vocecita del interior de la mesa, y apareció el ketchup.
En cuanto a la habitación, pensó George Hadley, a sus hijos no les haría ningún daño que estuviera cerrada con llave durante un tiempo. Un exceso de algo a nadie le sienta nunca bien. Y quedaba claro que los chicos habían pasado un tiempo excesivo en África. Aquel sol. Todavía lo notaba en el cuello como una garra caliente. Y los leones. Y el olor a sangre. Era notable el modo en que aquella habitación captaba las emanaciones telepáticas de las mentes de los niños y creaba una vida que colmaba todos sus deseos. Los niños pensaban en leones, y aparecían leones. Los niños pensaban en cebras, y aparecían cebras. Sol… sol. Jirafas… jirafas. Muerte y muerte.
Aquello no se iba. Masticó sin saborearla la carne que les había preparado la mesa. La idea de la muerte. Eran terriblemente jóvenes, Wendy y Peter, para tener ideas sobre la muerte. No, la verdad, nunca se era demasiado joven. Uno le deseaba la muerte a otros seres mucho antes de saber lo que era la muerte. Cuando tenías dos años y andabas disparando a la gente con pistolas de juguete.
Pero aquello: la extensa y ardiente sabana africana, la espantosa muerte en las fauces de un león… Y repetido una y otra vez.
—¿Adónde vas?
No respondió a Lydia. Preocupado, dejó que las luces se fueran encendiendo delante de él y apagando a sus espaldas según caminaba hasta la puerta del cuarto de jugar de los niños. Pegó la oreja y escuchó. A lo lejos rugió un león.
Hizo girar la llave y abrió la puerta. Justo antes de entrar, oyó un chillido lejano. Y luego otro rugido de los leones, que se apagó rápidamente.
Entró en África. Cuántas veces había abierto aquella puerta durante el último año encontrándose en el País de las Maravillas, con Alicia y la Tortuga Artificial, o con Aladino y su lámpara maravillosa, o con Jack Cabeza de Calabaza del País de Oz, o el doctor Doolittle, o con la vaca saltando una luna de aspecto muy real —todas las deliciosas manifestaciones de un mundo simulado—. Había visto muy a menudo a Pegasos volando por el cielo del techo, o cataratas de fuegos artificiales auténticos, u oído voces de ángeles cantar. Pero ahora, aquella ardiente África, aquel horno con la muerte en su calor.
Puede que Lydia tuviera razón. A lo mejor necesitaban unas pequeñas vacaciones, alejarse de la fantasía que se había vuelto excesivamente real para unos niños de diez años. Estaba muy bien ejercitar la propia mente con la gimnasia de la fantasía, pero cuando la activa mente de un niño establecía un modelo… Ahora le parecía que, a lo lejos, durante el mes anterior, había oído rugidos de leones y sentido su fuerte olor, que llegaba incluso hasta la puerta de su estudio. Pero, al estar ocupado, no había prestado atención.
George Hadley se mantenía quieto y solo en el mar de hierba africano. Los leones alzaron la vista de su alimento, observándole. El único defecto de la ilusión era la puerta abierta por la que podía ver a su mujer, al fondo, pasado el vestíbulo, a oscuras, como cuadro enmarcado, cenando distraídamente.
—Largo —les dijo a los leones. No se fueron.
Conocía exactamente el funcionamiento de la habitación. Emitías tus pensamientos. Y aparecía lo que pensabas.
—Que aparezcan Aladino y su lámpara maravillosa —dijo chasqueando los dedos. La sabana siguió allí; los leones siguieron allí.
—¡Venga, habitación! ¡Que aparezca Aladino! —repitió.
No pasó nada. Los leones refunfuñaron dentro de sus pieles recocidas.
—¡Aladino!
Volvió al comedor.
—Esa estúpida habitación está averiada —dijo—. No quiere funcionar.
—O…
—¿O qué?
—O no puede funcionar —dijo Lydia—, porque los niños han pensado en África y leones y muerte tantos días que la habitación es víctima de la rutina.
—Podría ser.
—O que Peter la haya conectado para que siga siempre así.
—¿Conectado?
—Puede que haya manipulado la maquinaria, tocado algo.
—Peter no conoce la maquinaria.
—Es un chico listo para sus diez años. Su coeficiente de inteligencia es…
—A pesar de eso…
—Hola, mamá. Hola, papá.
Los niños habían vuelto. Wendy y Peter entraron por la puerta principal, con las mejillas como caramelos de menta y los ojos como brillantes piedras de ágata azul. Sus monos de salto despedían un olor a ozono después de su viaje en helicóptero.
—Llegáis justo a tiempo de cenar —dijeron los padres.
—Nos hemos atiborrado de helado de fresa y de perritos calientes —dijeron los niños, cogidos de la mano—. Pero nos sentaremos un rato y miraremos.
—Sí, vamos a hablar de vuestro cuarto de jugar —dijo George Hadley. Ambos hermanos parpadearon y luego se miraron uno al otro.
—¿El cuarto de jugar?
—De lo de África y de todo lo demás —dijo el padre con una falsa jovialidad.
—No te entiendo —dijo Peter.
—Vuestra madre y yo hemos estado viajando por África; Tomás Swift y su león eléctrico —explicó George Hadley.
—En el cuarto no hay nada de África —dijo sencillamente Peter.
—Oh, vamos, Peter. Lo sabemos perfectamente.
—No me acuerdo de nada de África —le comentó Peter a Wendy—. ¿Y tú?
—No.
—Id corriendo a ver y volved a contárnoslo.
La niña obedeció.
—Wendy, ¡vuelve aquí! —dijo George Hadley, pero la niña ya se había ido. Las luces de la casa la siguieron como una bandada de luciérnagas. Demasiado tarde, George Hadley se dio cuenta de que había olvidado cerrar con llave la puerta después de su última inspección.
—Wendy mirará y vendrá a contárnoslo —dijo Peter.
—Ella no me tiene que contar nada. Yo mismo lo he visto.
—Estoy seguro de que te has equivocado, padre.
—No me he equivocado, Peter. Vamos.
Pero Wendy volvía ya.
—No es África —dijo sin aliento.
—Ya lo veremos —comentó George Hadley, y todos cruzaron el vestíbulo juntos y abrieron la puerta de la habitación.
Había un bosque verde, un río encantador, una montaña púrpura, cantos de voces agudas, y Rima acechando entre los árboles. Mariposas de muchos colores volaban, igual que ramos de flores animados, en torno a su largo pelo. La sabana africana había desaparecido. Los leones habían desaparecido. Ahora sólo estaba Rima, entonando una canción tan hermosa que llenaba los ojos de lágrimas.
George Hadley contempló la escena que había cambiado.
—Id a la cama —les dijo a los niños. Éstos abrieron la boca.
—Ya me habéis oído —dijo su padre.
Salieron a la toma de aire, donde un viento los empujó como a hojas secas hasta sus dormitorios.
George Hadley anduvo por el sonoro claro y agarró algo que yacía en un rincón cerca de donde habían estado los leones. Volvió caminando lentamente hasta su mujer.
—¿Qué es eso? —preguntó ella.
—Una vieja cartera mía —dijo él.
Se la enseñó. Olía a hierba caliente y a león. Había gotas de saliva en ella: la habían mordido, y tenía manchas de sangre en los dos lados.
Cerró la puerta de la habitación y echó la llave.
En plena noche todavía seguía despierto, y se dio cuenta de que su mujer lo estaba también.
—¿Crees que Wendy la habrá cambiado? —preguntó ella, por fin, en la habitación a oscuras.
—Naturalmente.
—¿Ha cambiado la sabana africana en un bosque y ha puesto a Rima allí en lugar de los leones?
—Sí.
—¿Por qué?
—No lo sé. Pero seguirá cerrada con llave hasta que lo averigüe.
—¿Cómo ha llegado allí tu cartera?
—Yo no sé nada —dijo él—, a no ser que estoy empezando a lamentar que hayamos comprado esa habitación para los niños. Si los niños son neuróticos, una habitación como ésa…
—Se suponía que les iba a ayudar a librarse de sus neurosis de un modo sano.
—Es lo que me estoy empezando a preguntar —George Hadley clavó la vista en el techo.
—Les hemos dado a los niños todo lo que quieren. Y ésta es nuestra recompensa… ¡Secretos, desobediencia!
—¿Quién fue el que dijo que los niños son como alfombras a las que hay que sacudir de vez en cuando? Nunca les levantamos la mano. Son insoportables…, admitámoslo. Van y vienen según les apetece; nos tratan como si los hijos fuéramos nosotros. Están echados a perder y nosotros estamos echados a perder también.
—Llevan comportándose de un modo raro desde que hace unos meses les prohibiste ir a Nueva York en cohete.
—No son lo suficientemente mayores para ir solos. Se lo expliqué.
—Da igual. Me he fijado que desde entonces se han mostrado claramente fríos con nosotros.
—Creo que deberíamos hacer que mañana viniera David McClean para que le echara un ojo a África.
Unos momentos después, oyeron los gritos.
Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego, rugidos de leones.
—Wendy y Peter no están en sus dormitorios —dijo su mujer.
Siguió tumbado en la cama con el corazón latiéndole con fuerza.
—No —dijo él—. Han entrado en el cuarto de jugar.
—Esos gritos… suenan a conocidos.
—¿De verdad?
—Sí, muchísimo.
Y aunque sus camas se esforzaron a fondo, los dos adultos no consiguieron sumirse en el sueño durante otra hora más. Un olor a felino llenaba el aire nocturno.
—¿Padre? —dijo Peter.
—¿Qué?
Peter se observó los zapatos. Ya no miraba nunca a su padre, ni a su madre.
—Vas a cerrar con llave la habitación para siempre, ¿verdad?
—Eso depende.
—¿De qué? —soltó Peter.
—De ti y de tu hermana. De que mezcléis África con otras cosas… Con Suecia, tal vez, o Dinamarca o China…
—Yo creía que teníamos libertad para jugar a lo que quisiéramos.
—La tenéis, con unos límites razonables.
—¿Qué pasa de malo con África, padre?
—Vaya, de modo que ahora admites que has estado haciendo que aparezca África, ¿es así?
—No quiero que el cuarto de jugar esté cerrado con llave —dijo fríamente Peter—. Nunca.
—En realidad estamos pensando en pasar un mes fuera de casa. Libres de esta especie de existencia despreocupada.
—¡Eso sería espantoso! ¿Tendría que atarme los cordones de los zapatos yo en lugar de dejar que me los ate el atador? ¿Y lavarme los dientes y peinarme y bañarme?
—Sería divertido un pequeño cambio, ¿no crees?
—No, sería horripilante. No me gustó que quitaras el pintador de cuadros el mes pasado.
—Es porque quería que aprendieras a pintar por ti mismo, hijo.
—Yo no quiero hacer nada excepto mirar y oír y oler. ¿Qué otra cosa se puede hacer?
—Muy bien, vete a jugar a África.
—¿Cerrarás la casa pronto?
—Lo estamos pensando.
—Creo que será mejor que no lo penséis más, padre.
—¡No voy a consentir que me amenace mi propio hijo!
—Muy bien —y Peter penetró en el cuarto de jugar.
—¿Llego a tiempo? —dijo David McClean.
—¿Quieres desayunar? —preguntó George Hadley.
—Gracias, tomaré algo. ¿Cuál es el problema?
—David, tú eres psicólogo.
—Eso espero.
—Bien, pues entonces échale una mirada al cuarto de jugar de nuestros hijos. Ya lo viste hace un año cuando viniste por aquí. ¿Entonces no notaste nada especial en esa habitación?
—No podría decir que lo notara: la violencia habitual, cierta tendencia hacia una ligera paranoia acá y allá, lo normal en niños que se sienten perseguidos constantemente por sus padres; pero, bueno, de hecho, nada.
Cruzaron el vestíbulo.
—Cerré la habitación con llave —explicó el padre—, y los niños entraron en ella por la noche. Dejé que estuvieran dentro para que pudieran formar los modelos y así tú los pudieras ver.
De la habitación salían gritos terribles.
—Ahí lo tienes —dijo George Hadley—. Veamos lo que consigues.
Entraron sin llamar.
—Salid afuera un momento, chicos —dijo George Hadley—. No, no cambiéis la combinación mental. Dejad las paredes como están.
Con los niños fuera, los dos hombres se quedaron quietos examinando a los leones agrupados a lo lejos que comían con deleite lo que habían cazado.
—Me gustaría saber de qué se trata —dijo George Hadley—. A veces casi lo consigo ver. ¿Crees que si trajese unos prismáticos potentes y…?
David McClean se rió.
—Difícilmente —se volvió para examinar las cuatro paredes—. ¿Cuánto hace que pasa esto?
—Algo más de un mes.
—La verdad es que no me causa ninguna buena impresión.
—Yo quiero hechos, no impresiones.
—Mira, George querido, un psicólogo nunca ve un hecho en toda su vida. Sólo presta atención a las impresiones, a cosas vagas. Esto no me causa buena impresión, te lo repito. Confía en mis corazonadas y mi intuición. Me huelo las cosas malas. Y ésta es muy mala. Mi consejo es que desmontes esta maldita cosa y lleves a tus hijos a que me vean todos los días para someterlos a tratamiento durante un año entero.
—¿Es tan mala?
—Me temo que sí. Uno de los usos originales de estas habitaciones era que pudiéramos estudiar los modelos que dejaba la mente del niño en las paredes, y de ese modo estudiarlos con toda comodidad y ayudar al niño. En este caso, sin embargo, la habitación se ha convertido en un canal hacia… ideas destructivas, en lugar de una liberación de ellas.
—¿Ya has notado esto con anterioridad?
—Lo único que he notado es que has echado a perder a tus hijos más que la mayoría. Y ahora los has degradado de algún modo. ¿De qué modo?
—No les dejé que fueran a Nueva York.
—¿Y qué más?
—He quitado algunos de los aparatos de la casa y les amenacé, hace un mes, con cerrar el cuarto de jugar como no hicieran los deberes del colegio. Lo tuve cerrado unos cuantos días para que aprendieran.
—Vaya, vaya.
—¿Significa algo eso?
—Todo. Donde antes tenían a un Papá Noel, ahora tienen a un ogro. Los niños prefieren a Papá Noel. Dejaste que esta casa os reemplazara a ti y a tu mujer en el afecto de vuestros hijos. Esta habitación es su madre y su padre, y es mucho más importante en sus vidas que sus padres auténticos. Y ahora vas y la quieres cerrar. No me extraña que aquí haya odio. Se nota que brota del cielo. Se nota en ese sol. George, tienes que cambiar de vida. Lo mismo que otros muchos, la has construido en torno a las comodidades. Mañana te morirías de hambre si en la cocina funcionara algo mal. Deberías saber cascar un huevo. Sin embargo, desconéctalo todo. Empieza de nuevo. Llevará tiempo. Pero conseguiremos obtener unos niños buenos a partir de los malos dentro de un año, espera y verás.
—Pero ¿no será un choque excesivo para los niños cerrar la habitación bruscamente, para siempre?
—Lo que yo no quiero es que profundicen más en esto, eso es todo. Los leones estaban terminando su festín rojo.
Los leones se mantenían al borde del claro observando a los dos hombres.
—Ahora estoy sintiendo que me persiguen —dijo McClean—. Salgamos de aquí. Nunca me gustaron estas malditas habitaciones. Me ponen nervioso.
—Los leones no son reales, ¿verdad? —dijo George Hadley—. Supongo que no habrá ningún modo de…
—¿De qué?
—… ¡De que se vuelvan reales!
—No, que yo sepa.
—¿Algún fallo en la maquinaria, una avería o algo?
—No.
Se dirigieron a la puerta.
—No creo que a la habitación le guste que la desconecten —dijo el padre.
—A nadie le gusta morir… Ni siquiera a una habitación.
—Me pregunto si me odia por querer desconectarla.
—La paranoia abunda por aquí hoy —dijo David McClean—. Puedes utilizar esto como pista. Mira —se agachó y recogió un pañuelo de cuello ensangrentado—. ¿Es tuyo?
—No —la cara de George Hadley estaba rígida—. Pertenece a Lydia.
Fueron juntos a la caja de fusibles y quitaron el que desconectaba el cuarto de jugar. Los dos niños estaban histéricos. Gritaban y pataleaban y tiraban cosas. Aullaban y sollozaban y soltaban tacos y daban saltos por encima de los muebles.
—¡No le puedes hacer eso al cuarto de jugar, no puedes!
—Vamos a ver, chicos.
Los niños se arrojaron en un sofá, llorando.
—George —dijo Lydia Hadley—, vuelve a conectarla, sólo unos momentos. No puedes ser tan brusco.
—No.
—No seas tan cruel.
—Lydia, está desconectada y seguirá desconectada. Y toda la maldita casa morirá dentro de poco. Cuanto más veo el lío que nos ha originado, más enfermo me pone. Llevamos contemplándonos nuestros ombligos electrónicos, mecánicos, demasiado tiempo. ¡Dios santo, cuánto necesitamos una ráfaga de aire puro!
Y se puso a recorrer la casa desconectando los relojes parlantes, los fogones, la calefacción, los limpiazapatos, los restregadores de cuerpo y las fregonas y los masajeadores y todos los demás aparatos a los que pudo echar mano.
La casa estaba llena de cuerpos muertos, o eso parecía. Daba la sensación de un cementerio mecánico. Tan silenciosa. Ninguna de la oculta energía de los aparatos zumbaba a la espera de funcionar cuando apretaran un botón.
—¡No les dejes hacerlo! —gritó Peter al techo, como si hablara con la casa, con el cuarto de jugar—. No dejes que mi padre lo mate todo —se volvió hacia su padre—. ¡Te odio!
—Los insultos no te van a servir de nada.
—¡Quisiera que estuvieses muerto!
—Ya lo estamos, desde hace mucho. Ahora vamos a empezar a vivir de verdad. En lugar de que nos manejen y nos den masajes, vamos a vivir.
Wendy todavía seguía llorando y Peter se unió a ella.
—Sólo un momento, sólo un momento, sólo otro momento en el cuarto de jugar —gritaban.
—Oh, George —dijo la mujer—. No les hará daño.
—Muy bien… muy bien, siempre que se callen. Un minuto, tenedlo en cuenta, y luego desconectada para siempre.
—Papá, papá, papá —dijeron alegres los chicos, sonriendo con la cara llena de lágrimas.
—Y luego nos iremos de vacaciones. David McClean volverá dentro de media hora para ayudarnos a recoger las cosas y llevarnos al aeropuerto. Me voy a vestir. Conecta la habitación durante un minuto. Lydia, sólo un minuto, tenlo en cuenta.
Y los tres se pusieron a parlotear mientras él dejaba que el tubo de aire le aspirara al piso de arriba y empezaba a vestirse por sí mismo. Un minuto después, apareció Lydia.
—Me sentiré muy contenta cuando nos vayamos —dijo suspirando.
—¿Los has dejado en el cuarto?
—También yo me quería vestir. Oh, esa espantosa África. ¿Qué le pueden encontrar?
—Bueno, dentro de cinco minutos o así estaremos camino de Iowa. Señor, ¿cómo se nos ocurrió tener esta casa? ¿Qué nos impulsó a comprar una pesadilla?
—El orgullo, el dinero, la estupidez.
—Creo que será mejor que baje antes de que esos chicos vuelvan a entusiasmarse con esas malditas fieras.
Precisamente entonces oyeron que llamaban los niños.
—Papá, mamá, venid enseguida… ¡enseguida!
Bajaron al otro piso por el tubo de aire y atravesaron corriendo el vestíbulo. Los niños no estaban a la vista.
—¿Wendy? ¡Peter!
Corrieron al cuarto de jugar. En la sabana africana no había nadie a no ser los leones, que los miraban.
—¿Peter, Wendy?
La puerta se cerró dando un portazo.
—¡Wendy, Peter!
George Hadley y su mujer dieron la vuelta y corrieron a la puerta.
—¡Abrid esta puerta! —gritó George Hadley, tratando de hacer girar el picaporte—. ¡Han cerrado por fuera! ¡Peter! —golpeó la puerta—. ¡Abrid!
Oyó la voz de Peter fuera, pegada a la puerta.
—No les dejéis desconectar la habitación y la casa —estaba diciendo. George Hadley y su mujer daban golpes en la puerta.
—No seáis absurdos, chicos. Es hora de irse. El señor McClean llegará en un momento y…
Y entonces oyeron los sonidos.
Los leones los rodeaban por tres lados. Avanzaban por la hierba amarilla de la sabana, olisqueando y rugiendo.
Los leones.
George Hadley miró a su mujer y los dos se dieron la vuelta y volvieron a mirar a las fieras que avanzaban lentamente, encogiéndose, con el rabo tieso.
George Hadley y su mujer gritaron.
Y de repente se dieron cuenta del motivo por el que aquellos gritos anteriores les habían sonado tan conocidos.
—Muy bien, aquí estoy —dijo David McClean a la puerta del cuarto de jugar—. Oh, hola —miró fijamente a los niños, que estaban sentados en el centro del claro merendando. Más allá de ellos estaban la charca y la sabana amarilla; por encima había un sol abrasador. Empezó a sudar—. ¿Dónde están vuestros padres?
Los niños alzaron la vista y sonrieron.
—Oh, estarán aquí enseguida.
—Bien, porque nos tenemos que ir —a lo lejos, McClean distinguió a los leones peleándose. Luego vio cómo se tranquilizaban y se ponían a comer en silencio, a la sombra de los árboles.
Lo observó con la mano encima de los ojos entrecerrados.
Ahora los leones habían terminado de comer. Se acercaron a la charca para beber.
Una sombra parpadeó por encima de la ardiente cara de McClean. Parpadearon muchas sombras. Los buitres bajaban del cielo abrasador.
—¿Una taza de té? —preguntó Wendy en medio del silencio.
Ray Bradbury(USA,1920-2012)ealizar el visionado de los siguientes videos
El peatón
[Cuento - Texto completo.]
Ray Bradbury
Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a lo largo de las avenidas iluminadas por la Luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra vez, lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro.
A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz de luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana.
El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin que sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre.
En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor.
—Hola, los de adentro —les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras— ¿Qué hay esta noche en el canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma?
La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles.
—¿Qué pasa ahora? —les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera— Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del escenario?
¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó, y siguió su camino. No se oía nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las hierbas y las flores. Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él.
Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían allí atronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches corrían como escarabajos hacia metas lejanas tratando de pasarse unos a otros, mientras un ligero incienso salía por los tubos de escape. Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de luna.
Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de su destino cuando un coche solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz.
Una voz metálica llamó:
—Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva!
Mead se detuvo.
—¡Arriba las manos!
—Pero… —dijo Mead.
—¡Arriba las manos, o dispararemos!
La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes sólo había un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles desiertas.
—¿Su nombre? —dijo el coche de policía con un susurro metálico.
Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres.
—Leonard Mead —dijo.
—¡Más alto!
—¡Leonard Mead!
—¿Ocupación o profesión?
—Imagino que ustedes me llamarían un escritor.
—Sin profesión —dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.
La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja.
—Sí, puede ser así —dijo.
No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casas como tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca los tocaba realmente.
—Sin profesión —dijo la voz de fonógrafo, siseando— ¿Qué estaba haciendo afuera?
—Caminando —dijo Leonard Mead.
—¡Caminando!
—Sólo caminando —dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara.
—¿Caminando, sólo caminando, caminando?
—Sí, señor.
—¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué?
—Caminando para tomar aire. Caminando para ver.
—¡Su dirección!
—Calle Saint James, once, sur.
—¿Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead?
—Sí.
—¿Y tiene usted televisor?
—No.
—¿No?
Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación.
—¿Es usted casado, señor Mead?
—No.
—No es casado —dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante.
La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas.
—Nadie me quiere —dijo Leonard Mead con una sonrisa.
—¡No hable si no le preguntan!
Leonard Mead esperó en la noche fría.
—¿Sólo caminando, señor Mead?
—Sí.
—Pero no ha dicho para qué.
—Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente.
—¿Ha hecho esto a menudo?
—Todas las noches durante años.
El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba débilmente.
—Bueno, señor Mead —dijo el coche.
—¿Eso es todo? —preguntó Mead cortésmente.
—Sí —dijo la voz— Acérquese. —Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del coche se abrió de par en par— Entre.
—Un minuto. ¡No he hecho nada!
—Entre.
—¡Protesto!
—Señor Mead…
Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla delantera del coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie en el coche.
—Entre.
Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel en miniatura con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había allí nada blando.
—Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada… —dijo la voz de hierro— Pero…
—¿Hacia dónde me llevan?
El coche titubeó, dejó oír un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos.
—Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.
Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las avenidas nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces.
Pasaron ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas oscuras. Pero en todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad amarilla, rectangular y cálida en la fría oscuridad.
—Mi casa —dijo Leonard Mead.
Nadie le respondió.
El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles desiertas con las aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro movimiento en todo el resto de la helada noche de noviembre.
*FIN*
1951
Gustavo Adolfo Becquer (Sevilla, 17 de febrero de 1836-Madrid, 22 de diciembre de 1870), fue un poeta y narrador español del Posromanticismo.
Sus Rimas y Leyendas, un conjunto de poemas y relatos reunidos, constituyen uno de los libros más populares de la literatura hispana.
Gustavo Adolfo Bécquer
Orígenes familiares
El apellido Bécquer o Bécker era y es bastante común en Alemania y Flandes. Proviene del oficio de "panadero" (en neerlandés bakker y en alemán bäcker). Hacia 1588 el católico Enrique Bécquer se trasladó con sus hijos Miguel y Adam desde la ciudad alemana de Moers, hasta Sevilla, España.
Los Bécquer fueron perdiendo estatus social en el siglo XVIII y en las primeras décadas del XIX.
Cuando nació Gustavo en 1836, el patrimonio familiar se había diluido al romperse la cadena de mayorazgos y ya no podían vivir de las rentas.
El padre de Gustavo, José Bécquer fue uno de los pintores sevillanos más destacados de su tiempo. Pintaba cuadros costumbristas y retratos. Muchas de estas obras eran exportadas a Inglaterra y alcanzó una buena situación económica gracias a su trabajo como artista.
En 1827 se casó con Joaquina Bastida Vargas, con quien tuvo ocho hijos: Eduardo, Estanislao, Jorque Félix , Valeriano (en 1833), Gustavo Adolfo (en 1836), Ricardo, Alfredo y José. De cuidarlos se encargaban tres criadas y un criado. La familia tenía coche, lo cual era un lujo en aquel entonces.
Tanto Gustavo Adolfo como su hermano, el pintor Valeriano Bécquer, adoptaron Bécquer como primer apellido en la firma de sus obras.
Biografía
Gustavo Adolfo nació en Sevilla el 17 de febrero de 1836, La familia se trasladó a diversos domicilios a lo largo del tiempo.
En 1841 fallece su padre con tan sólo 36 años, en ese entonces Gustavo comenzó sus estudios en el Colegio de San Francisco de Paula y con diez años pasó a estudiar como interno en el Colegio Naval de San Telmo de Sevilla.
Allí Gustavo conoció a su gran amigo Narciso Campillo quien le enseñó a nadar en el Guadalquivir y también a manejar la espada. Incluso ambos empiezan a escribir poemas aunque luego decidieron quemar los versos que habían compuesto.
El 27 de febrero de 1847, los hermanos Bécquer quedaron huérfanos también de madre. Entonces Gustavo junto a su hermano Valeriano fue recibido en casa de su madrina Manuela, una mujer que había tenido la oportunidad de viajar y que contaba en su casa con una nutrida biblioteca. En ella, Gustavo pudo leer a los clásicos (Horacio y Shakespeare) y a los contemporáneos (José Zorrilla, Víctor Hugo, Lord Byron, Walter Scott).
Gustavo cursó la enseñanza media en el Colegio de San Diego, probablemente entre 1851 y 1853.
Se han conservado algunas obras de su adolescencia, la mayor parte en el llamado Libro de cuentas. Este era un libro que el padre utilizaba para llevar la contabilidad de sus clases de pintura. Cuando murió, Gustavo se dedicó a rellenar las páginas y los espacios en blanco con poesías y dibujos.
Hay constancia, a través de su diario, de que Bécquer tuvo sentimientos hacia algunas chicas durante su adolescencia.
En 1854 Bécquer en Madrid se dedicó a escribir sobre los templos de Toledo, escribiendo también sobre conventos, iglesias, santuarios y capillas.Bécquer visitó numerosas veces esa ciudad y llegó a conocerla a fondo.68 En esta ciudad ambientó una narración, Tres fechas (1862), y cuatro de sus leyendas: La ajorca de oro (1861), El Cristo de la Calavera (1862), El Beso (1863) y La rosa de pasión (1864).
Bécquer consideraba que los templos católicos medievales evocan un pasado glorioso que ha de ser revivido mediante la imaginación.
En 1857 Bécquer y su amigo Rodríguez Correa entraron a trabajar en la Dirección de Bienes Nacionales. Bécquer era escribiente y fue despedido por dedicarse a hacer dibujos de las obras de Shakespeare en sus ratos libres.
En 1858 Bécquer cayó gravemente enfermo. Esta enfermedad le provocó grandes gastos médicos y su amigo Rodríguez Correa buscó textos de Bécquer para publicarlos y conseguirle algún dinero. Fue entonces cuando encontró la primera de las leyendas, El caudillo de las manos rojas, sobre la situación en la India..
En 1858 Gustavo se relacionó con una joven llamada Julia Espín, morena y de ojos negros. Becquer vio a las hermanas Julia y Josefina Espín por primera vez asomadas al balcón de su casa, quedando prendado de una de ellas. Bécquer idealizaba a Julia y se enamoró de ella, aunque este amor no fue correspondido. Se ha especulado con que Julia se convirtió en la musa de las rimas de Bécquer y es posible que inspirase algunas de ellas.Julia se haría cantante de ópera en 1867, con 28 años, y se casaría en 1874 con otra persona. En un álbum de su hermana Josefina, rubia y de ojos azules, hay un autógrafo de Bécquer que coincide con la rima 63: "Despierta, tiemblo al mirarte...".
En 1860 dejó de publicarse la Historia de los templos de España91 lastrada por motivos económicos.
Entre finales de 1860 y comienzos de 1861 Bécquer fue publicando las Cartas literarias a una mujer en la sección de variedades de El Contemporáneo. En las cuatro entregas que llegó a escribir reflexiona acerca de lo que es poesía. Una de sus reflexiones es "la poesía es el sentimiento, y el sentimiento es la mujer". La mujer es definida como "el verbo poético hecho carne". Esto recuerda a la rima 21, en la que dice:
¿Qué es poesía?, dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul;
¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía... eres tú
Bécquer conoció a una mujer llamada Casta Esteban Navarro. Se desconoce cómo se conocieron.104 Su padre, Francisco Esteban Ayllón, era cirujano sangrador
Gustavo y Casta contrajeron matrimonio en la iglesia de San Sebastián de Madrid, el 19 de mayo de 1861, y con ella tuvo tres hijos
Como la familia de su mujer era de la provincia de Soria y el tío de Bécquer, Curro también, Gustavo estuvo muy vinculado a esta provincia. Cuatro de sus leyendas están ambientadas en la provincia de Soria: El Monte de las Ánimas (1861), Los ojos verdes (1861), El rayo de luna (1862) y La promesa (1863).
En 1863 Gustavo padeció una enfermedad pulmonar, que le precisaba respirar aire puro, por eso se trasladó con su mujer y su hijo, al Monasterio de Veruela, situado en las faldas del Moncayo, en Zaragoza.
En el verano de 1870, su hermano Valeriano enfermó del hígado y el 23 de septiembre de 1870 falleció debido a una hepatitis aguda. El impacto del hecho sobre el ánimo de Gustavo fue muy fuerte.
En ese mismo año, 1870, en diciembre hubo una gran nevada en Madrid y Bécquer falleció el 22 de diciembre. El médico atribuyó la muerte de Gustavo a "un gran infarto de hígado, complicado con una fiebre intermitente maligna o perniciosa".
Fue enterrado al día siguiente en el cementerio de Madrid.
El deseo de Bécquer, manifestado en vida, fue ser enterrado en Sevilla junto al Guadalquivir165 y en 2013 fue colocado un monumento dedicado a Gustavo Adolfo Bécquer junto al río Guadalquivir.
Las Obras de Bécquer fueron reeditadas numerosas veces. En 1915 ya llevaban ocho ediciones, a pesar del surgimiento de nuevas tendencias literarias a finales del siglo XIX y principios del XX.
TAREA para el día 8/8/2024: Leer esta parte y contestar las preguntas que se encuentran al final
(Introducción realizada por el docente: Calisto es rechazado en sus intenciones amorosas por Melibea, este vuelve a su casa muy enojado y deprimido, se encierra en su cuarto y no quiere hablar con nadie, Sempronio, empleado de Calisto no sabe si ayudarlo o dejarlo tranquilo)
SEMPRONIO.- Me iré, pues solo quieres padecer tu mal.
CALISTO.- ¡Ve con el diablo!
SEMPRONIO.- ¡Oh desventura! ¿Cuál fue tan contrario acontecimiento que así tan rápido robó la alegría de este hombre y, lo que peor es, el seso? ¿Lo he de dejar solo o entraré allá? Si le dejo, matarse puede, si entro allá, matarme podría. Quédese así, no me preocupa, más vale que muera aquel a quien es enojosa la vida que yo me alegro con ella. Aunque no desease vivir sino por ver mi Elicia, me debería guardar de peligros.
Quiero entrar. Con todo, quiérole dejar un poco que se desbrave, madure, que he oído que es bueno que lo dejemos llorar al que dolor tiene, que las lágrimas y suspiros mucho ayudan al corazón dolorido. Y aun, si entretanto se matare que muera; quizá con algo me quedaré que ni otro más que yo sabe las riquezas que tiene.
Aunque malo es esperar salud en la muerte ajena, y quizá me engaña el diablo. Por otra parte, dicen los sabios que es grande descanso a los afligidos tener con quien puedan sus penas llorar y que la llaga interior se cierre. Pues, en estos extremos lo más sano es entrar y sufrir con él y consolarle, porque, si es posible sanar sin doctor, más rápida será la cura.
CALISTO.- Sempronio.
SEMPRONIO.- Señor.
CALISTO.- Dame acá el laúd. ¿Cuál dolor puede ser tal que se iguale con mi mal?
¿Cómo sentirá la armonía aquel que consigo está tan discorde, aquel en quien la voluntad a la razón no obedece? ¿Quién tiene dentro del pecho aguijones, paz, guerra, tregua, amor, enemistad, injurias, pecados, sospechas, todo a una causa?.
SEMPRONIO.- No me engaño yo, que loco está este mi amo.
CALISTO.- ¿Qué estás murmurando, Sempronio?
SEMPRONIO.- ¿Tú no eres cristiano?
CALISTO.- ¿Yo? Melibeo soy y a Melibea adoro, y en Melibea creo y a Melibea amo.
SEMPRONIO.- No te preocupes. como dice el dicho "Yo sé Bien de qué pie cojeas". Yo te sanaré.
CALISTO.- Increíble cosa prometes.
SEMPRONIO.- Antes, para el comienzo de la salud es necesario conocer la dolencia del enfermo.
CALISTO.- ¿Cuál consejo puede ayudar lo que en sí no tiene orden ni consejo?
SEMPRONIO.- ¡Ja, ja, ja! ¿Éste es el fuego de Calisto? ¿Éstas son sus dolencias? ¡Como si solamente el amor contra él asestara sus tiros! ¡Oh soberano Dios, cuán altos son tus misterios! ¡Cuánto sufrimiento pusiste en el amor, que es necesaria toda confusión en el amante! Todos pasan, heridos y magullados como ligeros toros, sin freno saltan por las barreras. Como dice la Biblia mandaste al hombre por la mujer dejar el padre y la madre. Ahora no sólo esto se da, pues a Ti y a tu ley desamparan, como ahora lo hace Calisto, pues los sabios, los santos y los profetas, por el amor te olvidaron...
CALISTO.- ¿Qué te parece de mi mal?
SEMPRONIO.- Que amas a Melibea. Harto mal es tener la voluntad en un solo lugar cautiva.
CALISTO.- Torpe cosa es mentir el que enseña a otro, pues que tú te precias de alabar a tu amiga Elicia.
SEMPRONIO.- Haz tú lo que bien digo y no lo que mal hago.
CALISTO.- ¿Qué me repruebas?
SEMPRONIO.- Que sometes la dignidad del hombre a la imperfección de la flaca mujer.
CALISTO.- ¿Mujer? ¡Oh grosero! ¡Dios, Dios!
SEMPRONIO.- ¿Y así lo crees, o burlas?
CALISTO.- ¿Que burlo? Por Dios la creo, por Dios la confieso y no creo que haya otro soberano en el cielo.
SEMPRONIO.- ¡Ja, ja, ja! ¿Oíste qué blasfemia? ¿Viste qué ceguedad?
CALISTO.- ¿De qué te ríes?
SEMPRONIO.- ¿Pues qué?, ¿toda tu vida habías de llorar?
CALISTO.- Sí.
SEMPRONIO.- ¿Por qué?
CALISTO.- Porque amo a aquella ante quien tan indigno me hallo que no la espero alcanzar.
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CALISTO.- No te oí bien eso que dijiste, repítelo, dilo.
SEMPRONIO.- Dije que tú, que tienes más corazón que el mismo Alejandro Magno, te desesperas en alcanzar a una mujer, muchas de las cuales muy finas y nobles se sometieron a viles y brutos animales. ¿No has leído de Pasífae con el toro?...
CALISTO.- No lo creo; habladurías son.
SEMPRONIO.- Lee los historiales, estudia los filósofos, mira los poetas. Llenos están los libros de sus viles y malos ejemplos, y de las caídas que llevaron los que en algo, como tú, las alabaron. Oye a Salomón donde dice que las mujeres y el vino hacen a los hombres ser flojos. Aconséjate con Séneca. Escucha al Aristóteles, mira a San Bernardo...
Considera qué sesito está debajo de aquellas grandes y delgadas telas, qué pensamientos hay bajo aquellas largas y deslumbrantes ropas. ¡Qué imperfección, qué podredumbre debajo de templos pintados! Por ellas es el dicho «arma del diablo, cabeza del pecado, destrucción del paraíso». ¿No has rezado en la iglesia cuando dice: «Ésta es la mujer, antigua malicia que echó a Adán de los deleites del paraíso; por ella el linaje humano cae tentado en el infierno...»?
CALISTO.- Di, pues ese Adán, ese Salomón, ese David, ese Aristóteles, esos que dices, como se sometieron a ellas, ¿soy igual que ellos?... ¿Ves? Mientras más me dices y más inconvenientes me pones, más la quiero. No sé qué es.
SEMPRONIO.- No es este juicio para mozos, según veo, que no se saben a razón someter y administrar.
CALISTO.- Y tú, ¿qué sabes? ¿Quién te mostró esto?
SEMPRONIO.- ¿Quién? Ellas, que, desde que se descubren, así pierden la vergüenza, que todo esto y aún más a los hombres manifiestan. Verás... Lo primero eres hombre y de claro ingenio; y más, a quien la natura dotó de los mejores bienes que tuvo, hermosura, gracia, grandeza, fuerza, ligereza, y fortuna. De esta manera los bienes que tienes de dentro con los de fuera resplandecen. Porque sin los bienes de fuera, de los cuales la fortuna es señora, ninguno en esta vida es bienaventurado.
CALISTO.- En todo lo que me has dicho acerca de la fortuna, sin proporción ni comparación se aventaja Melibea. Mira la nobleza y antigüedad de su linaje, el grandísimo patrimonio de su familia, el excelentísimo ingenio, las resplandecientes virtudes, la altitud e inefable gracia, la soberana hermosura, de la cual te ruego me dejes hablar un poco, porque haya algún consuelo.
SEMPRONIO.- ¿Qué mentiras y qué locuras dirá ahora este cautivo de mi amo?
CALISTO.- Comienzo por los cabellos. ¿Ves tú las madejas del oro delgado que hilan en Arabia? Estos más lindos son y no resplandecen menos, atados con la delgada cuerda, como ella se los pone, no hace más que convertir a los hombres en piedras.
SEMPRONIO.- Será más en asnos.
CALISTO.- Mi dulce Melibea tiene los ojos verdes, las pestañas largas, las cejas delgadas y alzadas, la nariz mediana, la boca pequeña, los dientes menudos y blancos, los labios colorados y grosezuelos, el torno del rostro poco más largo que redondo, ¿quién te lo podría figurar? La tez lisa, lustrosa, ¡la piel suya oscurece la nieve! ...
SEMPRONIO.- ¿Has terminado con su descripción?
CALISTO.- Cuan brevemente pude hacerlo.
SEMPRONIO.- Puesto que sea todo eso verdad, por ser tú hombre eres más digno.
CALISTO.- ¿En qué?
SEMPRONIO.- ¿En qué? Ella es imperfecta, por ese defecto desea y apetece a ti o a otro como tú. ¿No has leído al filósofo donde dice «así como la materia apetece a la forma, así la mujer al varón»?
CALISTO.- ¡Oh triste!, y ¿cuándo veré yo eso entre mí y Melibea?
SEMPRONIO.- Posible es, y aunque ahora la amas, sólo podrá ser alcanzándola y viéndola con otros ojos libres del engaño en que ahora estás.
CALISTO.- Y ahora, ¿cómo la veo?
SEMPRONIO.- Con ojos engañosos, con que lo poco parece mucho y lo pequeño parece grande. Y para que no te desesperes, yo quiero tomar este desafío de cumplirte tu deseo.
CALISTO.- ¡Oh, Dios te dé lo que deseas, qué glorioso me es oírte y espero con ansías lo que has de hacer!. El abrigo bordado que ayer vestí, Sempronio, vístelo tú.
SEMPRONIO.- Agradezco a Dios por éste regalo. ¡Bueno y ahora andando! Haré esto que me encargó mi amo...
CALISTO.- ¿Cómo has pensado de hacer esta piedad?
SEMPRONIO.- Yo te lo diré. Hace tiempo que conozco en el fin de esta vecindad, a una vieja barbuda que se llama Celestina, hechicera, astuta, sagaz en cuantas maldades hay. Entiendo que pasan de muchos los amoríos que se han hecho y deshecho por su autoridad en esta ciudad. A las duras mujeres ablandará y las provocará a lujuria si ella quiere.
CALISTO.- ¿Podríala yo hablar?
SEMPRONIO.- Yo te la traeré hasta acá. Por eso, arréglate, sele gracioso, sele franco, mientras voy yo a decirle tu pena tan bien como ella te dará el remedio. Ya me voy; quede Dios contigo.
Contestar: (Pueden trabajar en forma solitaria o en equipo de no más de tres integrantes)
1-· Describe cómo se encuentra emocionalmente Calisto.
2-· Qué es lo que trata de hacer al principio Sempronio con su amo y qué solución al final le ofrece?
3- El joven Calisto ¿cómo la describe físicamente a Melibea?
4- Qué concepción de la mujer aparece tras el discurso de Sempronio.: cita frases que demuestren esto.
5- Opinión personal: qué opinas de estos personajes(Calisto y Sempronio). ¿Cuál es el que te llama más la atención? ¿Por qué?
Escrito de Literatura-JUNIO- 2024
1-Teniendo en cuenta las 4 características del héroe estudiadas, fundamenta cómo estas se aprecían o no en el personaje de Lázaro de Tormes
2-Desarrolla 2 características del Renacimiento y explica cómo estas se ven reflejadas en la obra.
3-Según el 1er episodio elegido, detalla qué es lo que le sucede al protagonista
4-Completa a modo de acróstico lo que estudiaste del segundo episodio
INFANCIA
CALABAZASO
JARRAZO
VENGANZA
5-Opinión: que fue lo que más te gustó d la obra Lazarillo
EL LAZARILLO DE TORMES (Texto)
Prólogo
Yo por bien tengo que cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a noticia de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido, pues podría ser que alguno que las lea halle algo que le agrade, y a los que no ahondaren tanto los deleite; y a este proposito dice Plinio que no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena; mayormente que los gustos no son todos unos...Y así vemos cosas tenidas en poco de algunos, que de otros no lo son. Y esto, para ninguna cosa se debería romper ni echar a mal y a todos se comunicase, mayormente siendo sin perjuicio y pudiendo sacar della algún fruto.
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Y todo va desta manera: que confesando yo no ser mas santo que mis vecinos, desta nonada, que en este grosero estilo escribo, no me pesara que hayan parte y se huelguen con ello todos los que en ella algún gusto hallaren, y vean que vive un hombre con tantas fortunas, peligros y adversidades.
Suplico a vuestra merced reciba el pobre servicio de mano de quien lo hiciera más rico si su poder y deseo se conformaran.
Y pues vuestra merced , le escriba y relate el caso por muy extenso, pareciome no tomalle por el medio, sino por el principio, porque se tenga entera noticia de mi persona, y porque consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe...y cuanto mas hicieron los que, siendoles contraria, con fuerza y maña remando, salieron a buen puerto.
Tratado Primero Cuenta Lázaro su vida, y cuyo hijo fue
Pues sepa vuestra merced ante todas cosas que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tome González y de Antonia Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tome el sobrenombre, y fue desta manera. Mi padre, que Dios perdone, tenia cargo de proveer una molienda de una acena, que esta ribera de aquel río, en la cual fue molinero mas de quince anos; y estando mi madre una noche en la acena, preñada de mí, tomole el parto y pariome allí: de manera que con verdad puedo decir nacido en el río. Pues siendo yo niño de ocho anos, achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler venían, por lo que fue preso, y confeso y no negó y padeció persecución por justicia. Espero en Dios que esta en la Gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados. En este tiempo se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales fue mi padre, que a la sazón estaba desterrado por el desastre ya dicho, con cargo de acemilero de un caballero que allá fue, y con su señor, como leal criado, feneció su vida.
Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determino arrimarse a los buenos por ser uno dellos, y vinose a vivir a la ciudad, y alquilo una casilla, y metiose a guisar de comer a ciertos estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del Comendador de la Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas. Ella y un hombre moreno de aquellos que las bestias curaban, vinieron en conocimiento. Este algunas veces se venia a nuestra casa, y se iba a la mañana; otras veces de día llegaba a la puerta, en achaque de comprar huevos, y entrabase en casa. Yo al principio de su entrada, pesabame con el y habiale miedo, viendo el color y mal gesto que tenia; mas de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque siempre traía pan, pedazos de carne, y en el invierno leños, a que nos calentábamos. De manera que, continuando con la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar. Y acuerdome que, estando el negro de mi padre trebejando con el mozuelo, como el niño veía a mi madre y a mí blancos, y a él no, huía del con miedo para mi madre, y señalando con el dedo decía: "¡Madre, coco!".Respondió él riendo: "¡Hideputa!"
Yo, aunque bien muchacho, note aquella palabra de mi hermanico, y dije entre mí:
"¡Cuantos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mesmos!"
Quiso nuestra fortuna que la conversación del Zaide, que así se llamaba, llegó a oídos del mayordomo, y hecha pesquisa, hallose que la mitad por medio de la cebada, que para las bestias le daban, hurtaba, y salvados, lena, almohazas, mandiles, y las mantas y sabanas de los caballos hacia perdidas, y cuando otra cosa no tenía, las bestias desherraba, y con todo esto acudía a mi madre para criar a mi hermanico. No nos maravillemos de un clérigo ni fraile, porque el uno hurta de los pobres y el otro de casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el amor le animaba a esto. Y probosele cuanto digo y aun más, porque a mí con amenazas me preguntaban, y como niño respondía, y descubría cuanto sabía con miedo, hasta ciertas herraduras que por mandado de mi madre a un herrero vendí. Al triste de mi padrastro azotaron y pringaron, y a mi madre pusieron pena por justicia, sobre el acostumbrado centenario, que en casa del sobredicho Comendador no entrase, ni al lastimado Zaide en la suya acogiese.
ACÁ QUEDAMOS 23/5/24
Por no echar la soga tras el caldero, la triste se esforzó y cumplió la sentencia; y por evitar peligro y quitarse de malas lenguas, se fue a servir a los que al presente vivían en el mesón de la Solana; y allí, padeciendo mil importunidades, se acabo de criar mi hermanico hasta que supo andar, y a mí hasta ser buen mozuelo, que iba a los huéspedes por vino y candelas y por lo demás que me mandaban. En este tiempo vino a posar al mesón un ciego, el cual, pareciendole que yo seria para adestralle, me pidió a mi madre, y ella me encomendó a él, diciendole como era hijo de un buen hombre, el cual por ensalzar la fe había muerto en la de los Gelves, y que ella confiaba en Dios no saldría peor hombre que mi padre, y que le rogaba me tratase bien y mirase por mi, pues era huérfano. Él le respondió que así lo haría, y que me recibía no por mozo sino por hijo. Y así le comencé a servir y adestrar a mi nuevo y viejo amo.
Como estuvimos en Salamanca algunos días, pareciendole a mi amo que no era la ganancia a su contento, determino irse de allí; y cuando nos hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre, y ambos llorando, me dio su bendición y dijo:
"Hijo, ya sé que no te veré más. Procura ser bueno, y Dios te guíe. Criado te he y con buen amo te he puesto. Valete por ti."Y así me fui para mi amo, que esperandome estaba.
ACÁ QUEDAMOS 28/5/24
( EPISODIO del CALABAZASO)
Salimos de Salamanca, y llegando a la puente, esta a la entrada della un animal de piedra, que casi tiene forma de toro, y el ciego mandome que llegase cerca del animal, y allí puesto, me dijo:
"Lázaro, llega el oído a este toro, y oirás gran ruido dentro del."Yo simplemente llegue, creyendo ser ansí; y como sintió que tenia la cabeza par de la piedra, afirmo recio la mano y diome una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor de la cornada, y dijome: "Necio, aprende que el mozo del ciego un punto ha de saber mas que el diablo", y rió mucho la burla.
Pareciome que en aquel instante desperté de la simpleza en que como niño dormido estaba. Dije entre mí:
"Verdad dice este, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar como me sepa valer."
Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos días me mostró jerigonza, y como me viese de buen ingenio, holgabase mucho, y decía:"Yo oro ni plata no te lo puedo dar, mas avisos para vivir muchos te mostrare."
Y fue ansí, que después de Dios este me dio la vida, y siendo ciego me alumbro y adestró en la carrera de vivir. Huelgo de contar a vuestra merced estas niñerías para mostrar cuanta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos, y dejarse bajar siendo altos.
Pues tornando al bueno de mi ciego y contando sus cosas, vuestra merced sepa que desde que Dios crío el mundo, ninguno formo más astuto ni sagaz. En su oficio era un aguila; ciento y tantas oraciones sabia : con un tono bajo, reposado y muy sonable que hacia resonar la iglesia donde rezaba, ponía un rostro humilde y devoto que con muy buen continente ponía cuando oraba, sin hacer gestos ni visajes con boca ni ojos, como otros suelen hacer. Allende desto, tenia otras mil formas y maneras para sacar el dinero. Decía saber oraciones para muchos y diversos efectos: para mujeres que no parían, para las que estaban de parto, para las que eran malcasadas, que sus maridos las quisiesen bien; echaba pronósticos a las preñadas, si traía hijo o hija. Pues en caso de medicina, decía que Galeno no supo la mitad que él para muela, desmayos, males de madre.
Finalmente, nadie le decía padecer alguna pasión, que luego no le decía: "Haced esto, haréis estotro, cosed tal yerba, tomad tal raíz." Con esto andabase todo el mundo tras él, especialmente mujeres, que cuanto les decían creían. Destas sacaba él grandes provechos con las artes que digo, y ganaba mas en un mes más que cien ciegos en un año.
Mas también quiero que sepa vuestra merced que, con todo lo que adquiría, jamas tan avariento ni mezquino hombre no vi, tanto que me mataba a mí de hambre, y así no me demediaba de lo necesario.
ACA SEGUIMOS HOY martes 4 de junio de 2024
Digo verdad: si con mi sotileza y buenas mañas no me supiera remediar, muchas veces me finara de hambre; mas con todo su saber y aviso le contaminaba de tal suerte que siempre, o las mas veces, me cabía lo mas y mejor. Para esto le hacia burlas endiabladas, de las cuales contaré algunas, aunque no todas a mi salvo.
Él traía el pan y todas las otras cosas en un fardel de lienzo que por la boca se cerraba con una argolla de hierro y su candado y su llave, y al meter de todas las cosas y sacallas, era con tan gran vigilancia y tanto por contadero, que no bastaba hombre en todo el mundo hacerle menos una migaja; mas yo tomaba aquella lacería que él me daba, la cual en menos de dos bocados era despachada.
Después que cerraba el candado y se descuidaba pensando que yo estaba entendiendo en otras cosas, por un poco de costura, que muchas veces de un lado del fardel descosía y tornaba a coser, sangraba el avariento fardel, sacando no por tasa pan, mas buenos pedazos, torreznos y longaniza; y así buscaba conveniente tiempo para rehacer, no la chaza, sino la endiablada falta que el mal ciego me faltaba. Todo lo que podía sisar y hurtar, traía en medias blancas; y cuando le mandaban rezar y le daban blancas, como él carecía de vista, no había el que se la había dado a ella, cuando yo la tenia cazada en la boca y aparejada, que por presto que el echaba la mano, ya iba de mi cambio la mitad del justo precio. Quejabaseme el mal ciego, porque conocía y sentía que no era blanca entera, y decía: "¿Que diablo es esto, que después que conmigo estas no me dan sino medias blancas, y de antes una blanca y un maravedí muchas veces me pagaban? En ti debe estar esta desdicha."
También él abreviaba el rezar y la mitad de la oración no acababa, porque me tenia mandado que en yendose el que la mandaba rezar, le tirase por el cabo del capuz. Yo así lo hacia.
Usaba poner consigo un jarrillo de vino cuando comíamos, y yo muy rápido le asía y daba un par de besos callados y tornabale a su lugar. Mas durome poco, que en los tragos conocía la falta, y por reservar su vino a salvo nunca después desamparaba el jarro, antes lo tenía por el asa asido; mas no había piedra imán que así trajese a sí como yo del vino.
Otras veces con una paja larga de centeno, que para aquel menester tenia hecha, la cual metiendola en la boca del jarro, chupando el vino lo dejaba a buenas noches. Mas como fuese el traidor tan astuto, pienso que me sintió, y dende en adelante mudo proposito, y asentaba su jarro entre las piernas, y atapabale con la mano, y ansí bebía seguro. Yo, como estaba hecho al vino, moría por él, y viendo que aquel remedio de la paja no me aprovechaba ni valía, acorde en el suelo del jarro hacerle una fuentecilla y agujero sotil, y delicadamente con una muy delgada tortilla de cera taparlo, y al tiempo de comer, fingiendo haber frío, entrabame entre las piernas del triste ciego a calentarme en la pobrecilla lumbre que teníamos, y al calor della luego derretida la cera, por ser muy poca, comenzaba la fuentecilla a destillarme en la boca, la cual yo de tal manera ponía que maldita la gota se perdía. Cuando el pobreto iba a beber, no hallaba nada:
espantabase, maldecía, daba al diablo el jarro y el vino, no sabiendo que podía ser.
"No diréis, tío, que os lo bebo yo -decía-, pues no le quitáis de la mano."
Tantas vueltas y tiento dio al jarro, que hallo la fuente y cayo en la burla; mas así lo disimulo como si no lo hubiera sentido, y luego otro día, teniendo yo rezumando mi jarro como solía, no pensando en el daño que me estaba aparejado ni que el mal ciego me sentía, senteme como solía, estando recibiendo aquellos dulces tragos, mi cara puesta hacia el cielo, un poco cerrados los ojos por mejor gustar el sabroso licor, sintió el desesperado ciego que agora tenia tiempo de tomar de mi venganza y con toda su fuerza, alzando con dos manos aquel dulce y amargo jarro, le dejo caer sobre mi boca, ayudandose, como digo, con todo su poder, de manera que el pobre Lázaro, que de nada desto se guardaba, antes, como otras veces, estaba descuidado y gozoso, verdaderamente me pareció que el cielo, con todo lo que en él hay, me había caído encima. Fue tal el golpecillo, que me desatino y saco de sentido, y el jarrazo tan grande, que los pedazos del se me metieron por la cara, rompiendomela por muchas partes, y me quebró los dientes, sin los cuales hasta hoy día me quede.
Desde aquella hora quise mal al mal ciego, y aunque me quería y regalaba y me curaba, bien vi que se había holgado del cruel castigo. Lavome con vino las roturas que con los pedazos del jarro me había hecho, y sonriendose decía: "¿Que te parece, Lázaro? Lo que te enfermo te sana y da salud", y otros donaires que a mi gusto no lo eran.
Ya que estuve medio bueno de mi negra trepa y cardenales, considerando que a pocos golpes tales el cruel ciego ahorraría de mí, quise yo ahorrar del; mas no lo hice tan presto por hacello mas a mí salvo y provecho. Y aunque yo quisiera asentar mi corazón y perdonalle el jarrazo, no daba lugar el maltratamiento que el mal ciego dende allí adelante me hacia, que sin causa ni razón me hería, dandome coscorrones y repelandome. Y si alguno le decía por que me trataba tan mal, luego contaba el cuento del jarro, diciendo:
"¿Pensareis que este mi mozo es algún inocente? Pues oíd si el demonio ensayara otra tal hazana."
Santiguandose los que lo oían, decían: "¡Mira, quien pensara de un muchacho tan pequeño tal ruindad!", y reían mucho el artificio, y decianle: "Castigaldo, castigaldo, que de Dios lo habréis."
Y él con aquello nunca otra cosa hacia.
ACÁ SEGUIMOS HOY Jueves 6
Y en esto yo siempre le llevaba por los peores caminos, y adrede, por le hacer mal y daño: si había piedras, por ellas, si lodo, por lo mas alto; que aunque yo no iba por lo mas preocupado o, alegrabame de quebrarme un ojo por quebrar dos al que ninguno tenia. Con esto siempre yo traía su cabeza lleno de chichones y pelada en las manos; y aunque yo juraba no lo hacer con malicia, sino por no hallar mejor camino, no me aprovechaba ni me creía mas: tal era el sentido y el grandísimo sufrimiento del traidor.
....
Al tiempo nos Hicimos amigos de la mesonera y los que allí estaban, y con el vino que para beber le habia traído, lavaronme la cara y las heridas, sobre lo cual discantaba el mal ciego donaires, diciendo:
"Por verdad, mas vino me gasta este mozo en lavatorios al cabo del ano que yo bebo en dos. A lo menos, Lázaro, eres en mas cargo al vino que a tu padre, porque él una vez te engendro, mas el vino mil te ha dado la vida."
Y luego contaba cuantas veces me habia descalabrado y arañado la cara, y con vino luego sanaba.
"Yo te digo -dijo- que si un hombre en el mundo ha de ser bienaventurado con vino, que seras tú."
Y reían mucho los que me lavaban con esto, aunque yo renegaba. Mas el pronostico del ciego no salio mentiroso, y después acá muchas veces me acuerdo de aquel hombre, que sin duda debía tener espíritu de profecía, y me pesa de los sinsabores que le hice, aunque bien se lo pague, considerando lo que aquel día me dijo salirme tan verdadero como adelante vuestra merced oirá.
Visto esto y las malas burlas que el ciego burlaba de mí, determine de todo en todo dejadle, y como lo traía pensado y lo tenía en voluntad, con este postrer juego que me hizo afirmelo más. Y fue así, que luego otro día salimos por la villa a pedir limosna, y había llovido mucho la noche antes; y porque el día también llovía, y andaba rezando debajo de unos portales que en aquel pueblo había, donde no nos mojamos; mas como la noche se venía y el llover no cesaba, dijome el ciego:
"Lázaro, esta agua es muy porfiada, y cuanto la noche mas cierra, más recia. Refuigiemonos a la posada con tiempo."
Para ir allá, habíamos de pasar un arroyo que con la mucha agua iba grande. Yo le dije:
"Tío, el arroyo va muy ancho; mas si queréis, yo veo por donde atravesemos mas rápido sin mojarnos, porque se estrecha allí mucho, y saltando pasaremos con los pies secos."Pareciole buen consejo y dijo:
"Discreto eres; por esto te quiero bien. Llévame a ese lugar donde el arroyo se angosta, que ahora es invierno y sabe mal el agua, y más llevar los pies mojados."
Yo, que vi la situación a mi deseo, saquele debajo de los portales, y llevelo derecho de un pilar o poste de piedra que en la plaza estaba, sobre la cual y sobre otros cargaban saledizos de aquellas casas, y digole: "Tío, este es el paso mas angosto que en el arroyo hay."
Como llovía recio, y el triste se mojaba, y con la priesa que llevábamos de salir del agua que encima de nos caía, y lo más principal, porque Dios le cegó aquella hora el entendimiento (fue por darme del venganza), creyose de mí y dijo:
"Ponme bien derecho, y salta tú el arroyo."
Yo le puse bien derecho enfrente del pilar, y doy un salto y póngome detrás del poste como quien espera tope de toro, y dijele:
"¡Sus! Salta todo lo que podáis, porque deis de este lado del agua. "Aun apenas lo había acabado de decir cuando se abalanza el pobre ciego como cabrón, y de toda su fuerza arremete, tomando un paso atrás de la corrida para hacer mayor salto, y da con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como si diera con una gran calabaza, y cayo luego para atrás, medio muerto y hendida la cabeza.
"¿Cómo, y oliste la longaniza y no el poste? ¡Ole! ¡Ole! -le dije yo. Y dejele en poder de mucha gente que lo había ido a socorrer, y tome la puerta de la villa en los pies de un trote, y antes que la noche viniese di conmigo en Torrijos.
TITANIO+ (Mónica Marchesky-autora contemporánea uruguaya)
"El proyecto "Skoonmakers"(1) se puso en práctica de manera exitosa"-decía el titular del periódico.
La chatarra espacial se había convertido en un verdadero problema para todos los países de la Tierra, especialmente para las grandes potencias. Estas veían sus comunicaciones y los despegues y retornos de sus naves espaciales, afectados por esta situación que ya llevaba centurias sin resolverse.
Satélites, sondas metereológicas o espías, construidos, entre otros materiales, de titanio, habían dejado de funcionar por el deterioro, por su obsolescencia, por efecto de las tormentas solares o choques de meteoritos. Estos desechos estaban atados a la órbita terrestre constituyéndose en un verdadero peligro para el planeta.
Los actuales robots habían llegado a un desarrollo tal de perfección que superaron ampliamente las capacidades físicas de los humanos. Un concepto se regó por el universo: "Fuimos pensados para crear a nuestros sucesores".
Al tomar conciencia de la situación, se realizaron acuerdos entre las potencias que manejaban el monopolio del comercio, las cuales proclamaron que los robots que liberaran esa basura espacial, no necesariamente tenían que tener apariencia humana. Dejaban su formato a la inventiva de los diseñadores. Así los robots volvieron a ocupar su lugar, llegando a ser estéticamente toscas máquinas programadas para distintos fines.
Surgieron entonces una infinidad de variadas formas: de animales, de pájaros, de plantas, de objetos. Era todo un desafío para los diseñadores y programadores de aquellas máquinas parlantes, caminantes, trepadoras o voladoras, según fuera el caso.
Se experimentó con gigantes y nanotecnología. Las fórmulas eran tan extrañas como realizables y ese era el verdadero reto a concretar.
Una novel empresa diseñadora, "Global Star" de Sudáfrica, presentó un robot llamado "Skoonmakers". El mismo era capaz de "limpiar" esa molesta chatarra espacial, a un costo relativamente bajo, pero sólo posible de ser pagado por los países altamente industrializados. No sólo se alzaban con la casi totalidad del monopolio comercial, sino que también se beneficiarían al no tener problemas con el espacio aéreo total sobre ellos.
El proyecto fue recibido por todos los países del bloque económico con sumo agrado y se puso en práctica de inmediato.
El paquete "Skoonmakers" constaba de una esfera de unos 2 metros de diámetro con un verificador central y unas pequeñas esferas azules, capaces de caber en la palma de una mano, cuya labor era buscar y señalar dónde se encontraba el titanio. La característica principal , implementada exclusivamente por los diseñadores de la empresa Sudafricana, era que todo el conjunto de esferas, grandes y chicas, fueran fabricadas con metamateriales con un índice de refracción negativo. Las pequeñas "buscadoras" se encargaban de detectar el material y una vez ubicado comenzaban a brillar. Allí entraban en acción las esferas grandes. Estas se encargaban de procesar el titanio y ensamblarlo en grandes bloques que luego eran trasladados a la tierra, donde se almacenaba en plantas industrializadoras, para reutilizarlo en nuevas tecnologías. El paquete de demostración fue presentado en una feria mundial especialmente creada para este fin. El mismo incluía la esfera procesadora, las esferas pequeñas y el programa principal que las activaba. El conjunto adquirió una elevada puntuación siendo avalado científicamente y la empresa Sudafricana resultó la ganadora, luego de competir con muchos otros proyectos.
Las "Skoonmakers" una vez concluido el trabajo, eran guardadas en hangares y quedaban inactivas hasta que se le asignara una nueva misión. Este procedimiento era de gran utilidad para la industria, puesto que se mantenía un perfecto equilibrio en el uso del titanio. No cabía duda que todo funcionaba a la perfección.
Nafar era el jardinero de la empresa "Global Star", la cual se había transformado en la más importante de Sudáfrica en cuanto a buscadores de titanio. Ese día, había entrado en el hangar donde se almacenaban las "Skoonmakers" inactivas. El cuarto de materiales estaba situado casi al fondo del mismo por lo que debía atravesar toda la nave para llegar hasta allí por sus herramientas.
La enormidad de aquel recinto hacía que, aunque la puerta de doble hoja estuviese abierta, una permanente penumbra envolvía a las esferas, tornándolas, en opinión de Nafar, fantasmagóricas. Un débil rectángulo de luz de día que llegaba hasta la puerta del cuarto de materiales, le bastaba para abrir esta y encender la luz para retirar lo que necesitara ese día. Estaba habituado a caminar entre aquellos objetos, allí, en stand by, perdían casi totalmente su identidad. Sabía que si estaban en ese lugar era porque se encontraban inactivas, pero aún así esas enormes esferas le infundían temor.
Comenzó a caminar hacia el fondo y, de pronto, se detuvo en seco. Siempre hacía el mismo recorrido. Con sumo cuidado fue avanzando mientras movía algunas de las esferas las cuales flotaban suspendidas en el aire.
Una vez dentro del cuarto de herramientas, oyó el sonido característico del rodar de una canica. Se asomó y, al no ver nada, tomo lo que necesitaba, apagó la luz y salió. Al cerrar la puerta y enfrentarse a los enormes fantasmas flotantes, una pequeña esfera se detuvo a sus pies. Se agachó y la tomó entre los dedos, la levantó para observarla a contraluz de la puerta del hangar. Era de4 un azul intenso y se parecía a las esferas buscadoras de las "Skoonmakers", pero eso sabía que no podía ser posible, ya que al estar inactivas, las pequeñas canicas se encontraban todas en el interior de las máquinas grandes. La depositó con cuidado sobre un estante y reinició su camino. Al dar el siguiente paso el sonido inconfundible de varias canicas rodando lo sobresaltó y dejó caer algunas de las herramientas. Se detuvo, no así las pequeñas esferas azules que lo rodearon. El miedo comenzó a invadirlo. Ya no importaban las herramientas, lo que quería era salir rápidamente del lugar y en su desesperación dio un salto tratando de evadirlas, al tiempo que las pequeñas comenzaban a emitir una luz celeste transparente y dejó de percibirlas. Lo que Nafar no podía saber era que las "Skoonmakers", construidas con metamateriales con un índice de refracción negativa podían, por esta razón, modificar el comportamiento programado.
Metió la mano en el bolsillo buscando el transmisor para pedir ayuda, pero el intenso temblor de sus manos hizo que este se deslizara entre los dedos. El sonido que produjo al caer resonó magnificado en el amplio espacio del hangar.
Nafar supo inmediatamente que algo andaba mal.
De pronto sintió un intensísimo calor que le quemaba el muslo desde la cadera hasta la rodilla. Al darse vuelta pudo ver que un haz de luz proveniente de una de las grandes "Skoonmakers", le traspasaba la carne, dejando su prótesis de titanio expuesta. Su pierna se transformó en una masa sangrante. El dolor fue tan intenso que apenas alcanzó a darse cuenta de lo que estaba pasando.
La totalidad de las enormes esferas, comenzaron a emitir una luminosidad azul brillante que lo cegó y en un instante se tornaron también invisibles.
Nafar miró hacia el portón del hangar que estaba abierto de par en par…hizo un intento de dar un paso… y perdió el conocimiento.
(1) "Skoonmakers": limpiadores en Afrikaans
Actividad: Visionado del siguiente video referidoal autor Ray Bradbury
Actividad: Visionado del siguiente video referido al contexto histórico de la obra "El Lazarillo de Tormes"
Actividad: Visionado del siguiente video, apreciando el mensaje-enseñanza que busca transmitir.