3-El caso de las perlas grises
La señora Fernández cumplía cincuenta años y esa noche recibiría a sus amigos más íntimos a cenar. De pie frente al espejo de medialuna se contempló otra vez. ¿Representaba los cincuenta? Según Álvaro, su marido, nadie diría que sobrepasaba la cuarentena, pero ella a veces dudaba de tales afirmaciones. Aunque la vida no le había sido difícil, ni mucho menos, sus ojos ya sin el brillo de la juventud, sus carnes un poco sueltas bajo la barbilla y esas malditas manchas en las manos revelaban a la futura abuela.
Suspiró y terminó de acomodar sus cabellos en un moño. El vestido dejaba ver un cuello desnudo, empolvado y blanco, listo para recibir el regalo de Álvaro. Por supuesto que lo había elegido ella misma, y había sido la primera vez en su vida
que una joya le producía tal placer: ¿sería que los años le habían traído también un apego a las cosas materiales? ¿O era un inconfesado deseo de impactar a su amiga Lulú, que se jactaba siempre de tener las joyas más lindas de Santiago? Con una sonrisa, derramó gotas de perfume tras sus orejas.
-Adela, ¿no será un poco excesivo esperar a las doce de la noche para entregarte el regalo delante de todos? -oyó la voz de su marido desde el baño.
-Es parte del regalo, querido; el collar, acompañado de la mirada de Lulú, será mi fiesta. y te lo digo en serio.
-¡Curiosa amistad la tuya con Lulú! -murmuró Álvaro, frunciendo la nariz. Terminaba de afeitarse.
A las diez de la noche la casa de los Fernández resplandecía de luces y flores. Los invitados comenzaron: a llegar. Lulú, la primera, vestida de seda negra con collar y aros de mostacillas que realzaban la palidez de su piel. Lo único de color en ella eran sus largas uñas rojas. Sergio, su marido, hombre barrigón y entrado en años, paseaba con aire distraído mirando los cuadros colgados en las paredes.
-¿Sigues admirando a Pacheco Altamirano, Sergio? -preguntó Víctor Astudillo, haciendo tintinear los hielos en su vaso de whisky.
-Tú sabes, Víctor, que yo me entiendo más con números que con arte -le contestó Sergio, palmeteando el hombro del más bohemio de sus amigos.
-Deberíamos asociarnos, Sergio –bromeó Astudillo-. Yo pongo mi ojo de conocedor y tú el capital: tengo un proyecto excelente, ¡y este sí no me fallará!
La dueña de casa lanzó una mirada disimulada a su marido: era el mismo Víctor de siempre a la caza de un negocio que le permitiera vivir y obtener dinero sin esfuerzo.
-Estoy en tiempo de vacas flacas, amigo -Sergio tenía cierto aire de preocupación-. Por primera vez me he quedado sin dinero para invertir y te lo digo en serio.
Astudillo levantó los hombros con desaliento e hizo un gesto con su mano, como para quitar importancia al asunto.
Adela, entonces, ofreció:-¿Más whisky, Víctor?
-Sí, gracias. Y si quieres, agrégame un par de cubos de hielo.
En ese momento llegaban los tres invitados, el matrimonio Gómez, jovial y alegre, cantando el cumpleaños feliz y Laura, la amiga soltera de Adela que pasaba por una de sus crisis existenciales.
-Les anuncio que me voy a Europa; Santiago me ahoga -declaró Laura, con sequedad.
-¿Te ganaste la lotería, Laura? ¡Invítame!-bromeó Víctor, levantando su ceja derecha.
-¿Lotería? ¡Ja! Esa siempre se la ganan los ricos, Víctor -contestó ella con gesto escéptico-Por suerte existen los créditos.
-Pero los créditos hay que pagarlos –insistió Víctor.
-Ese es problema mío. Y no estoy de ánimo hoy para discutir asuntos materiales. ¡Venga un champán, querida Adela!
Adela miraba el reloj con impaciencia y los invitó al comedor.
Se sentaron en torno a una mesa ovalada cubierta por un mantel de encajes y dos candelabros de plata hacían juego con los cubiertos.
Los Gómez -él, alto y de bigotes tiesos; ella bajita y de anteojos- no dejaban de hablar ni de contar sus problemas domésticos.
-Mi Martita sueña con un anillo como los de Lulú, pero yo le digo que primero está cambiar el auto y alfombrar la casa -dijo Gómez, moviendo sus bigotes al hablar.
Martita, para apoyar a su marido, estiró su mano desnuda y dijo con mucha suavidad: -Mientras tanto, me estoy dejando crecer las uñas.
Víctor hizo tintinear los cubos de hielo dentro del vaso y dijo:
-Muy interesante la conversación, pero permítanme interrumpirlos para excusarme por seguir cenando con whisky en lugar de vino: ¡no me gusta mezclar!
-Antes la salud que la buena educación -bromeó con estruendo Gómez.
En ese momento Adela miró el reloj por segunda vez en la noche: eran casi las doce. Hizo una seña disimulada a su esposo Álvaro; entonces alzó sus manos y pidió silencio:
-Adela, ¿qué prefieres? ¿La sorpresa antes o después de la torta?
-¿Sorpresa? -exclamó Adela, fingiendo asombro, aunque inconscientemente tocó su propio cuello-. ¡Por favor, ahora! No quiero ni pensar en las velas que traerá la torta. Álvaro insistió en que no debía faltar ni una ...
-¡Ay, tantas velas! ¡Qué horror! -se escuchó musitar a Lulú. Álvaro dijo "permiso" y se puso de pie. Demoró unos segundos en sacar un estuche negro de su bolsillo, ante una audiencia expectante. Adela no contenía su nerviosismo y miraba a Lulú de reojo.
Cuando Álvaro abrió el estuche, catorce ojos estaban fijos en él.
-¡Oh! -fue el murmullo general cuando apareció la joya: tres vueltas de perlas naturales grises y tornasoladas cubrieron el desnudo cuello de Adela.
-¡Querido! ¿ Cómo pudiste? ¡Gracias! –dijo Adela, poniéndose de pie para besar a su marido y observar a hurtadillas la expresión de su amiga.
-¡Vaya, este sí que es un marido espléndido! Una sola de esas perlas pagaría mi viaje a Europa de ida y vuelta -comentó Laura, amargada.
-¡Alégrate, mujer, alégrate! No siempre una amiga cumple cincuenta años -observó Lulú.
-¡La torta! ¡La torta! -pidió en ese momento la señora Gómez, con tono infantil.
-¡No te apures tanto, Martita! Antes brindemos por esas perlas. Hacía tiempo que no veía algo tan bello y auténtico -interrumpió Víctor levantando su vaso de whisky.
-Tienes una fortuna en tu cuello, querida Adela -comentó Sergio-Supongo que lo habrás asegurado, Álvaro.
-Aún no -contestó el aludido.
Los Gómez, mientras tanto, observaban en silencio y abstraídos la triple hilera de perlas grises y nacaradas.
En ese momento entró un enguantado mozo con una enorme torta entre sus manos.
-Apaguen la luz -ordenó Álvaro.
Martita Gómez se levantó y se acercó al interruptor. Bastó un movimiento para que el comedor quedara iluminado solamente por la luz de las cincuenta velitas.
Adela se puso de pie y se acercó a la torta. Los otros la rodearon. Sopló, y cuando apagaba las últimas cinco pequeñas llamas, todos gritaron y Adela se sintió abrazada por sus amigos.
Entre besos y felicitaciones pasaron algunos segundos hasta que alguien nuevamente prendió la luz. En ese momento se oyó el grito: -¡Mi collar!
Los invitados estaban ahora sentados en el living.
Adela, en un sillón, miraba, pálida y nerviosa, a su esposo que se paseaba a lo largo del salón.
-Si es una broma, ya dura demasiado –dijo Álvaro con voz seca-. Ese collar me ha costado varios miles de dólares y debe aparecer ahora.
-¿No sentiste nada en el cuello? -inquirió la señora Gómez, con una mirada asustada tras sus gruesos anteojos.
-Bueno, todos me abrazaron. Solamente que,no, no sé. ¡Estoy tan confundida! -gimió Adela.
-Tienes que pensar bien, Adela -habló Álvaro-, esto no es broma.
-Alguien tiene el collar, y de eso no tengo la menor duda. ¿Por qué no comienzas por interrogar al mozo? -preguntó Lulú, molesta.
-Eliseo está fuera de duda -replicó seguro y aún más serio el dueño de casa-. Está con nosotros hace veinte años y pongo mis manos en el fuego por él. Además, en ese momento se había retirado.
-¿Manos al fuego, dijiste? -saltó Adela con la voz aguzada-.
-¿De qué hablas? -preguntó la voz tensa de Sergio, a su lado.
-¡Manos! ¡Pero muy heladas! ¡Eso fue lo que sentí en el cuello! ¡Unos dedos muy, muy helados,y luego el pequeño tirón! Miró trémula a su esposo.
Álvaro observó a sus invitados uno por uno y se decidió:
-Amigos míos, tendré que llamar a la policía, porque entre ustedes está el ladrón.
Lo que siguió, mientras el dueño de casa se dirigía al teléfono, no es difícil de adivinar: voces miradas, un intento de desmayo de Laura y sollozos de Lulú. Los Gómez, muy juntos, se abrazaban.
Laura, recostada en el sillón, miraba con terquedad un punto fijo del cuadro de Pacheco Altamirano.
Lulú, con ojos ausentes, jugueteaba con sus cadenas de oro. Víctor sostenía firme el vaso de whisky con hielo que no había abandonado en toda la noche. Sergio, por su parte, sentado junto a la dueña de casa, movía nervioso el pie, frunciendo el ceño.
Pronto se oyeron las campanillas del timbre: La Policía.
Cuando el inspector Soto irrumpió en el living, el dedo de Álvaro apuntó a uno de sus invitados: -Creo, señor inspector, que esa es la persona culpable.
Y sucedió que no se equivocaba. Las pesquisas del inspector, famoso por su eficiencia –y también por sus grandes orejas-, corroboraron su afirmación.
Y bien, lector, ¿podrías deducir tú, al igual que Álvaro, quién es el ladrón y qué lo delató
2-El caso de las libretas de notas
El tercero A del colegio Buenaventura era un curso bastante revoltoso. Ese viernes entregaban las notas del trimestre y la señorita Leonor dejó el alto de libretas blancas en una esquina de su escritorio. La totalidad de los veinticuatro alumnos fijó sus ojos muy abiertos en ellas: el panorama que presagiaban esas libretas no era muy alentador.
-Tengo rojo en matemáticas -susurró la histriónica Marcela.
-Y yo en química -cuchicheó Andrés, pálido por encima de sus pecas.
-¡Adiós, fiesta! -suspiró Catalina, soplando con desánimo su flequillo.
-¡Silencio! -interrumpió la señorita Leonor-.
-Quiero decirles que en general el rendimiento del curso durante este trimestre ha sido pésimo, y las notas, muy malas ... Repartiré las libretas durante la última hora de clases y tendrán que traerlas firmadas el lunes, sin falta-
La profesora, luego de sentarse en su silla, llamó a Mauricio al pizarrón. El muchacho, que tenía fama de sabiondo, comenzó a resolver una complicada ecuación y la clase siguió lenta y pesada. Media hora después, una campanilla animó levemente las sonrisas en los rostros: todos guardaron sus libros y salieron al recreo.
-¿Cómo convencer a la profe para que no nos entregue las notas hasta el lunes? -preguntó Marcela, sin ánimo ni para comer su sándwich de queso.
-¡Sueñas! -le contestó la lánguida Constanza.
-Es que el asunto es grave: ¡nos quedaremos sin fiesta, Connie! ¿No te das cuenta?
-¡Claro que me doy cuenta! ¿Por qué crees que estoy tan deprimida- El gesto de Constanza era de absoluto desaliento.
Se afirmó en la vieja palmera, en una pose de actriz dramática. En ese momento se acercó Mauricio:
-Al paso que van mis queridas compañeras, tendré que bailar solo en la fiesta si entregan hoy las libretas ...
-¡El genio Mauricio! ¡Nunca pierde la oportunidad de hablar de sus ingeniosas ocurrencias! -comentó Marcela, dándole la espalda.
-No sean tontas, chicas, si lo único que quiero es que todos vayamos a la fiesta.
-Nosotras también queremos. ¿Qué propone el genio? -interrogó Constanza, sin perder su desgano.
-Un ardid para evitar que nos entreguen las libretas -respondió Mauricio, muy serio -No olviden que tengo que conquistar a Catalina-
Al poco rato, la campanilla anunció el final del recreo y el comienzo de la última hora de clases.
Marcela, al oír esto, levantó una mano y gritó:-¡Eh! ¡Tercero A! ¡Reunión: el genio tiene su plan!
-No seas tonta, Marcela, si usaras más tu cabeza... Mauricio llevó un dedo a su propia sien y luego se alejó con expresión seria.
Andrés y Catalina se acercaron a las dos amigas, que se habían quedado mudas, contemplando a Mauricio.
-Con Catalina hemos estado pensando que hay que evitar, como sea, la entrega de esas notas.
-Otro genio que descubrió América: ¡todos sabemos que con esas notas hay que olvidarse de la fiesta! -Se enojó Marcela -Pero hasta ahora nadie ha propuesto una solución.
Connie golpeó con rabia el tronco de la palmera y luego, con un gesto asustado, mostró la yema de su pulgar herido por una pequeña astilla.
-Una que se fue a la enfermería –comentó Andrés.
-Y otra que se va a la biblioteca: tengo que devolver un libro -Catalina partió corriendo.
Andrés y Marcela quedaron pensativos.
-Bueno, no me queda otra que resignarme a un sábado sin fiesta: estoy sentenciado –dijo Andrés con tono sepulcral.
Marcela quedó sola: -¿Resignación?-repitió para sí- . ¡Ah, no, eso nunca! -Y caminó a grandes zancadas en dirección opuesta a la de su amigo.
Al poco rato, la campanilla anunció el final del recreo y el comienzo de la última hora de clases.
Los alumnos entraron a su sala en forma estrepitosa y cada uno tomó asiento en su lugar. En ese momento estalló la voz de la profesora: -¿Quién sacó de aquí las libretas de notas?
La señorita Leonor insistió, en tono aún más agudo: -Repito, por si no han entendido: ¿quién sacó de aquí las libretas?
Los alumnos se miraron asombrados, pero ni una palabra salió de sus bocas.
La profesora, entonces, se levantó de su silla.
-Niños: esto no es broma. Es gravísimo. Por última vez: ¿quién fue el gracioso o la graciosa? Es mejor que se levante ahora.
Ni un suspiro se escuchó. Marcela observaba a sus compañeros en una inmovilidad total. Connie miraba a Marcela. Mauricio disimulaba una sonrisa con Catalina. Andrés rayaba con insistencia la tapa de su cuaderno. Un aire de expectación, mezclado con alegría mal disimulada, flotaba en el ambiente.
La voz de la profesora ahora amenazaba:
-Ustedes saben que esto es motivo de expulsión, pero les daré una última oportunidad: me iré de la sala solo por cinco minutos, y si a mi regreso no están las libretas sobre el escritorio, comunicaré el hecho a la Dirección.
Calló unos segundos y luego prosiguió:
-Les doy una oportunidad para ser honestos. Si se presenta el culpable, el castigo no será tan drástico. Si no sucede así, alguien arrastrará a todo el curso con él. Y salió de la sala.
En el primer momento nadie habló ni se movió. Estaban todos paralizados. Hasta que de pronto una figura -conocida por los lectores- se incorporó de su banco y caminó hacia el casillero de los útiles. Tomó con ambas manos el alto de libretas, escondidas tras las cajas de tiza y, ante el estupor de sus compañeros, avanzó hacia el escritorio de la señorita Leonor. Cumplido el plazo, cuando la profesora regresó, las veinticuatro libretas blancas ya estaban en su lugar.
La señorita Leonor las tomó sin decir ni una palabra. El curso entero estaba pendiente de sus más mínimos gestos. La oyeron suspirar y vieron cómo trataba, al parecer, de borrar una manchita sobre la primera libreta. Su cara no reflejaba ninguna emoción; pero a sus alumnos, que ya la conocían, no les cupo duda de que ella estaba decidiendo algo.
En ese momento habló: -Bien, ahora falta que se presente el culpable.
Como el silencio se prolongaba, la maestra caminó entre los escritorios para observar con detención a sus alumnos. Los niños, nerviosos, se mantenían inmóviles. Catalina apenas si respiraba; Mauricio se mordía el labio; Connie daba vueltas al anillo en su dedo; Andrés retorcía el lóbulo de su oreja y Marcela había cerrado los ojos en actitud de mártir.
Cuando el recorrido hubo finalizado, la voz fue tajante: -Quiero que sepan que ya me he enterado de quién es el responsable. Y dijo un nombre. La profesora no se equivocaba.
Con gesto compungido, la persona aludida confesó su culpa.
Autor: Jacqueline Balcells y Ana María Güiraldes
Del libro "Trece casos misteriosos"-Editorial Adres Bello
CONTESTAR
1- a-Escribir el argumento del texto en un máximo de 5 renglones.
b-Escribirlo al mismo en 3 renglones.
c-Escribirlo en un renglón y medio sólo.
2-La señorita Leonor fue muy inteligente y observadora:
¿Qué vio ella en su paseo entre los alumnos que la llevó a descubrir al culpable?
3-Cuenta en forma escrita algun suceso que recuerdes que te sucedió en la escuela.
1-El caso de la moto embarrada
Marcelo, Gonzalo, Ignacio y Felipe rodeaban la moto negra y brillante de Rodrigo. Marcelo clavaba sus ojos extasiados en los rayos de las grandes y potentes ruedas que hacían adivinar la velocidad que podían alcanzar. Gonzalo acarició el manubrio, tocó con la punta de sus dedos el acelerador manual y elevó sus cejas en un gesto de admiración.
-¡Fiuu! -silbó Felipe, con las manos en los bolsillos de sus parchados jeans.
-¿Puedo probarla? -preguntó Ignacio con ansiedad.
-¡Nones! Ese es mi privilegio -fue la respuesta categórica de Rodrigo.
-¡No seas mal amigo! -dijo Gonzalo, entre serio y bromista.
-No soy mal amigo: ¡ni yo la puedo usar aún! Prometí a mi papá que no andaría en ella hasta tener licencia de conducir.
-O sea que nunca la vamos a usar –dedujo Marcelo con gesto de desaliento.
-Me temo que no todavía si no tienen tampoco la licencia -se encogió de hombros Rodrigo.
Los amigos se quedaron en silencio.
-¿Te imaginas el impacto que yo causaría en Francisca si me viera llegar en esa moto? -suspiró Gonzalo.
-¡Fiuuu! -fue la respuesta de Felipe, aún con sus manos en los bolsillos y acariciando la moto, ahora con su mirada. Rodrigo golpeó sus palmas.
-Bueno, por hoy se guarda-dijo, mientras empujaba suavemente el vehículo hacia el garaje-. ¡Acuérdense de la prueba de química de mañana!
-¡Tener una moto nueva y pensar en estudiar! -comentó Marcelo.
-¿Y vas a dejar la llave puesta? -se sorprendió Ignacio.
-¿Estás loco? La dejaré escondida -y Rodrigo colgó la llave en un clavo, bajo un mesón atiborrado de botellas y tarros de pintura viejos. Luego de dar una última ojeada a la moto y de preguntar a su dueño todo tipo de detalles técnicos, los amigos volvieron a recordar su prueba de química. Su único pensamiento durante el viaje hacia la calle y se despidieron apresurados.
Ignacio, Marcelo, Felipe y Gonzalo se alejaron arrastrando sus zapatillas deportivas y las manos en los bolsillos de los gastados jeans. Uno a uno fueron entrando en sus casas del barrio.
Cuando Marcelo, el último en traspasar la reja de su antejardín, llegaba a la puerta de entrada, la lluvia comenzó a caer copiosa.
A las once de la noche, un par de zapatillas blancas saltaron, esquivando charcos y llegaron hasta el garaje de Rodrigo. Una mano nerviosa abrió la puerta y buscó bajo la mesa con botellas y tarros. Luego, la figura enfundada en jeans empujó silenciosa la moto hacia la calle solitaria.
Dos horas después, la misma figura repetía la operación, pero a la inversa. Después una puerta se cerró con un tenue chasquido.
A la mañana siguiente, los cinco amigos se levantaron temprano para ir a clases. Pero Rodrigo, antes de salir, abrió el garaje para dar el primer vistazo del día a su flamante moto. De pronto, algo llamó su atención: las relucientes ruedas del día anterior y los impecables cromados que habían despertado la admiración de sus amigos, estaban ahora llenos de salpicaduras de barro. Su ceño se endureció y buscó las llaves: allí estaban, en el mismo lugar donde él las había dejado. Tuvo un momento de indecisión, pero miró la hora y salió corriendo para alcanzar el bus que pasaba por la esquina.
Su único pensamiento durante el viaje hacia la universidad fue tener una rápida reunión con sus amigos y aclarar con ellos el misterio. Alguien tendría que explicar muchas cosas, porque –no cabía duda- uno de ellos había sacado durante la noche su fabuloso regalo.
Luego de la prueba de química, que fue difícil y larga, los cinco estudiantes de primer año se reunieron en la casa de Felipe, invitados por este a tomar unas bebidas. Todos bromeaban, ya relajados de haber pasado la prueba, menos Rodrigo, que miraba hosco a cada uno de sus compañeros.
-Ánimo, hombre. ¡Tan mal no te puede haber ido! -bromeó Marcelo, dirigiéndose al serio amigo.
-Estás con cara de funeral -comentó Gonzalo, subiendo el volumen de la música.
-¡Y teniendo esa moto, andar así me parece increíble! -El tono de Felipe era de enojo.
Ignacio, por su parte, solo se encogió de hombros, mientras tomaba un sorbo de su bebida.
Rodrigo se puso de pie y apagó con gesto brusco el equipo de música.
-Tengo que hablar con ustedes a propósito de la moto -comenzó.
Todos lo miraron, extrañados de su gravedad.
-¿Qué te pasa, Rodrigo? -preguntó Felipe, sirviendo más bebidas en cada vaso.
-Alguien sacó mi moto anoche y la dejó toda embarrada -dijo bruscamente Rodrigo.
Los otros se miraron en silencio y, antes de que dijeran algo, Rodrigo insistió, con tono duro:
-Necesito que cada uno de ustedes me diga lo que hizo anoche.
-¿Y por qué dudas de nosotros? -habló primero Ignacio, levantando hombros y manos en un gesto de extrañeza.
-Porque son los únicos que conocían el escondite de las llaves.
-¡Medio escondite! -se escuchó decir a Marcelo.
-¿Qué hiciste anoche, Marcelo? -preguntó el dueño de la moto.
-Yo, mi viejo, comí, me acosté, intenté estudiar en la cama y me desperté esta mañana con el libro en la cara.
-Lo que es yo, me dediqué a estudiar y luego me relajé con un superbaño de tina antes de acostarme -dijo Felipe.
-Yo, después de estudiar, vi la última película de la noche. Claro que no me pregunten cómo se llamaba, porque era de esas antiguas -explicó Ignacio.
-¿Y tú, Gonzalo?-preguntó Rodrigo, serio.
-Yo fui a ver a Francisca. Tengo derecho a pololear, ¿no?
-¿Hasta qué hora? -volvió a inquirir Rodrigo.
-Hasta las, ¿once, serían?, ¡qué importa! De ahí, derecho a estudiar química.
En ese momento los muchachos se pusieron de pie para saludar a la mamá de Felipe, que entraba en el living.
-¿Qué tal? -dijo ella, afable. Y dirigiéndose a Marcelo, añadió-: Parece que hubo barullo anoche en tu casa…
-¿Barullo? -se sorprendió el aludido.
-¿Cómo? ¿No te enteraste?
La expresión de Marcelo era de real consternación.
-Es que ... soy de sueño pesado ... y salí tan temprano en la mañana ... ¡Nadie me dijo nada!
La señora sonrió.
-¡Estos jóvenes! Sucede que a tu mamá anoche le dio un ataque a la vesícula y el doctor
López, nuestro vecino, tuvo que ir a verla. Claro, no quisieron despertarte. ¿Y cómo les fue en la prueba?
Los amigos abrieron la boca para responder al torrente de palabras de la señora, pero esta, sin dar lugar a que otro hablara, siguió dirigiéndose a Gonzalo:
-"Gonza" supe que Francisca está con hepatitis.
Todos miraron a Gonzalo.
-¿ Y cómo no nos habías contado? –preguntó Felipe.
-¿Y por qué tenía que contarles? -se defendió el amigo, algo molesto.
-Tan reservado este niño -siguió la mamá de Felipe-. Me dijo la señora del doctor Pérez que tenía para un mes de cama -y, cambiando el tema, gritó hacia la cocina-: Laura, ¿es el cartero el que acaba de tocar el timbre?
–No-de inmediato se oyó una voz joven-. -Es el plomero que viene a ver por qué el calefón no funciona.
-Ah, ¡finalmente!, porque ayer lo esperamos durante el día entero. Ojalá que no suceda lo mismo con el electricista, porque después del corte de luz que tuvimos anoche, algo pasó con la lámpara del baño. ¡Todos los desperfectos vienen juntos! ¿A ustedes no se les cortó la luz anoche? -preguntó, dirigiéndose a todos a la vez.
Los jóvenes, un poco mareados con tanta conversación, se encogieron de hombros, menos
Ignacio, que contestó amable:
-Solamente parpadeó un poco, mientras veía la película.
-¿Tú también viste esa película maravillosa de la Meryl Streep? -inició una nueva conversación la señora.
-Sí, sí, claro -respondió Ignacio, mirando de reojo a Marcelo, con cara de "¡hasta cuándo!".
Por suerte para los muchachos, la voz de la muchacha desde la cocina se volvió a escuchar:
-Señora, ¿podría venir?
Ella, entonces, prometiendo volver más tarde,· salió de la habitación.
Rodrigo, cabizbajo, miraba los dibujos de la alfombra. Cuando levantó la cabeza, sus ojos se clavaron en uno de sus amigos.
-Ahora sé que fuiste tú -afirmó. El rostro de uno de los muchachos enrojeció:
-Perdóname, no me aguanté la tentación-dijo de inmediato.
-Pero prometo lavártela y dejarla brillante y reluciente como cuando te la trajeron.
-¡Qué sea por un mes!- dijo sonriendo Rodrigo.
Y los amigos terminaron entre risas y chanzas.
FIN
LECTOR: ¿cómo supo Rodrigo quién había sacado su moto?
¿Cúal de sus amigos evidentemente mintió?
Autor: Jacqueline Balcells y Ana María Güiraldes
Del libro "Trece casos misteriosos"-Editorial Adres Bello
Actividad 3- del Módulo Introductorio: visionado del siguiente video. Luego contestar a las consignas.
Actividad 2- del Módulo Introductorio: visionado del siguiente video. Luego contestar a las consignas.
Observar los siguientes videos y reconocer todas las marcas de oralidad que se aprecien
Observar el siguiente video y contestar las consignas del pizarrón
